***
La prohibición
Viene la mujer de Stevenson,
temprano en la mañana, y le dice:
No, y hace una pausa. Stevenson
tiembla: siempre le tiene miedo
a su mujer cuando le dice no, así,
tajante. Es por eso que la ama.
Espera y la mujer sigue hablando:
no podés publicar eso, nos
crucificarían. Stevenson sonríe
como un niño al que retan y sabe
que puede zafar: Lo escribí en un
sueño, dice. Pero al ver las cejas
alzadas de su mujer, aclara apresurado:
Perdón, perdón, lo escribí porque lo
soñé todo: lo que pasa. Pero la mujer
es implacable. Puede ser, dice, pero
ya está: lo quemé, lo destruí.
Stevenson tiembla en una mezcla
de terror, dolor y deleite. No lo dice,
piensa: Era lo mejor que escribí.
Pero ya está bien despierto, metido
en lo real, en el ruido de las calles
de Londres, que suena sofocado por la
niebla, atrás de las ventanas.
No dice nada Stevenson, la mujer se inclina,
lo besa y se va, agradecida por el modo
en que Stevenson acepta su dictamen.
Ese mismo día Stevenson empieza a escribirlo
de nuevo.
Viene la mujer de Stevenson,
temprano en la mañana, y le dice:
No, y hace una pausa. Stevenson
tiembla: siempre le tiene miedo
a su mujer cuando le dice no, así,
tajante. Es por eso que la ama.
Espera y la mujer sigue hablando:
no podés publicar eso, nos
crucificarían. Stevenson sonríe
como un niño al que retan y sabe
que puede zafar: Lo escribí en un
sueño, dice. Pero al ver las cejas
alzadas de su mujer, aclara apresurado:
Perdón, perdón, lo escribí porque lo
soñé todo: lo que pasa. Pero la mujer
es implacable. Puede ser, dice, pero
ya está: lo quemé, lo destruí.
Stevenson tiembla en una mezcla
de terror, dolor y deleite. No lo dice,
piensa: Era lo mejor que escribí.
Pero ya está bien despierto, metido
en lo real, en el ruido de las calles
de Londres, que suena sofocado por la
niebla, atrás de las ventanas.
No dice nada Stevenson, la mujer se inclina,
lo besa y se va, agradecida por el modo
en que Stevenson acepta su dictamen.
Ese mismo día Stevenson empieza a escribirlo
de nuevo.
***
En la vereda
Tendrá 15,
como máximo 16,
camina
apurada, tal vez
rumbo a un
trabajo mal pago
y en negro.
Con una mochila más grande
que ella misma.
Pero lo que más impacta
es la impresionante masa
de cabello negro
que se ha acomodado
trabajosamente sobre una mitad
de la cara, que le tapa
un ojo.
El otro mira para no caerse
en un pozo o tropezar
en la vereda mojada
de los baldeos matutinos
por esa ceguera capilar
producto de la búsqueda
excitante, a tientas,
de un look llamativo,
fatal, en las primeras
horas de la mañana.
Seguramente tiene amigos
o amigas o compañeros
y compañeras de trabajo.
Seguramente alguien lanzará
una carcajada al verla
o lanzará una frase fuerte
coreada por risas alrededor:
¡El narcisismo herido!
¡El ego apuñalado!
El enfrentamiento del deseo
de imagen confrontado
con los demás.
En cambio me deleito,
viéndola venir (más bien
baja, pero más bien
por edad escasa
que por estatura biológica)
y cruzándola, en sentir
el impacto primero
(sonrío con toda la boca,
casi río) y después
el remoto recuerdo
de aquel entonces
(¿con qué grueso doblo
el ruedo del vaquero?)
¿me dejo la barba
o me la quito? ¿y el bigote?).
Después pasó el tiempo,
y ahora tranquilo,
cruzo a la muchacha,
la chica, casi la niña,
que se dirige a las guerras
de confrontación con
lo real, social, laboral,
que ve a medias con el ojo
que le deja libre el pelo.
y en negro.
Con una mochila más grande
que ella misma.
Pero lo que más impacta
es la impresionante masa
de cabello negro
que se ha acomodado
trabajosamente sobre una mitad
de la cara, que le tapa
un ojo.
El otro mira para no caerse
en un pozo o tropezar
en la vereda mojada
de los baldeos matutinos
por esa ceguera capilar
producto de la búsqueda
excitante, a tientas,
de un look llamativo,
fatal, en las primeras
horas de la mañana.
Seguramente tiene amigos
o amigas o compañeros
y compañeras de trabajo.
Seguramente alguien lanzará
una carcajada al verla
o lanzará una frase fuerte
coreada por risas alrededor:
¡El narcisismo herido!
¡El ego apuñalado!
El enfrentamiento del deseo
de imagen confrontado
con los demás.
En cambio me deleito,
viéndola venir (más bien
baja, pero más bien
por edad escasa
que por estatura biológica)
y cruzándola, en sentir
el impacto primero
(sonrío con toda la boca,
casi río) y después
el remoto recuerdo
de aquel entonces
(¿con qué grueso doblo
el ruedo del vaquero?)
¿me dejo la barba
o me la quito? ¿y el bigote?).
Después pasó el tiempo,
y ahora tranquilo,
cruzo a la muchacha,
la chica, casi la niña,
que se dirige a las guerras
de confrontación con
lo real, social, laboral,
que ve a medias con el ojo
que le deja libre el pelo.
Elvio
Gandolfo, San Rafael, 1947
de El año de Stevenson, Ivan Rosado,
Rosario, 2014.
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