lunes, junio 08, 2020

irene gruss. después del apocalipsis


                      

Después del apocalipsis
                         Poema de ficción

El Apocalipsis ya pasó.
Ahora puedo sentarme en la cama
y ubicar mis pies en cada pantufla.
Puedo ir ahora a la cocina,
y suspirar, en el trayecto.
Ya pasó. Acabó
el Diluvio, sin lluvia.
Empieza a hacer frío, y
ahora el frío resulta acogedor.
Ya pasó todo, ya terminó todo.
Se puede respirar
-antes también podía respirar-,
y reír, reír,
con cierta
risa.


Irene Gruss, Buenos Aires,
1950-2018
De El mundo incompleto, 1987
en La mitad de la verdad, Bajo la luna editorial, Buenos Aires, 2008

jueves, junio 04, 2020

gustavo adolfo bécquer. cerraron sus ojos



LXXIII

Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz, que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y a su albor primero
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!!


De la casa en hombros
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba,
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!!


De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo:
allí la acostaron,
tapiáronle luego
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto.
Perdido en las sombras
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!!

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna,
aunque es fuerza hacerlo,
¡a dejar tan tristes,
tan solos los muertos!

Gustavo Adolfo Bécquer, Sevilla, 1836- Madrid, 1870
imagen de © Paulo Navarro

lunes, junio 01, 2020

eavan boland. ámbar


Ámbar
Jamás importó que alguna vez hubiera un inmenso duelo:

Árboles en las faldas de las colinas, en sus pequeños bosques, llorando
algo de plástico dorado cayendo

al suelo a través de estaciones y siglos –
hasta ahora.

En esta agradable tarde de septiembre en la que estás ausente
sostengo, como si mi mano la pudiera guardar,
un ornamento de ámbar

que alguna vez me diste.

La razón dice:
los muertos no pueden ver a los vivos.
Los vivos nunca volverán a ver a los muertos.

El aire diáfano que necesitamos para encontrarnos se
fue para siempre, sin embargo

esta resina una vez
recolectó semillas, hojas y hasta pequeñas plumas mientras caía
y caía

que ahora en la atmósfera soleada parecen
tan vivas como
alguna vez lo fueron

como si el pasado pudiera ser presente y
memoria misma
una miel báltica –

una raspadura en los bordes de lo visible, un lucirse apenas de
cuanto podemos cuidar

en una transparencia fallida.

Eavan Boland, Dublín, 1944-2020
de Domestic Violence, 2005
versión de Iván Ivanissevich

Amber
It never mattered that there was once a vast grieving:
trees on their hillsides, in their groves, weeping –
a plastic gold dropping
through seasons and centuries to the ground –
until now.
On this fine September afternoon from which you are absent
I am holding, as if my hand could store it,
an ornament of amber
you once gave me.
Reason says this:
the dead cannot see the living.
The living will never see the dead again.
The clear air we need to find each other in is
gone forever, yet
this resin once
collected seeds, leaves and even small feathers as it fell
and fell
which now in a sunny atmosphere seem as alive as
they ever were
as though the past could be present and memory itself
a Baltic honey –
a chafing at the edges of the seen, a showing-off of just how much
can be kept safe
inside a flawed translucence.