Aquel hombre se sienta a la ventana
Al fondo brilla el campo de su infancia,
una canción de cuna, alguna broma.
La tarde es roja y lenta,
su memoria no es más que literaria.
Él se mira verse irse, sonreírse.
Piensa en un niño puestos los ojos en un faro,
mientras la madre lo hace y acicala
intermitente, interminablemente
(un cuadro es una intimidad que se repite).
Las cosas se unen en trabajosas junturas y dolorosos sesgos.
Él reconoce allí sus trastos viejos, sus sombras,
el avasallamiento de los hechos y su solidaridad,
su quieta reciedumbre y su urdimbre,
y avanza a cada paso como si fuera previsto,
como si tanta herrumbre convocara y nombrara,
y hereda así canciones y plumas y galletas y calcetines,
las usurpa y se hace de ese dolor que es ya ajeno,
ajado, que ya es historia,
una mercadería,
un trasiego sin fin de opacidades y brillos,
santos objetos de segunda mano,
cuentas de vidrio, chucherías,
polvo dorado su negocio de mercachifle.
La herencia del doctor
Veo mis zapatos.
Ocupan un lugar en el que yo no estoy.
Dan, casi, un paso
tímido,
casi un baile cruzado.
Verlos vacíos, supongo, me llena de tristeza.
Será quizás la edad,
pero tienen un aire de mí que no pueden con él:
su elegancia gastada,
su garbo descuidado,
su media casualidad,
su desenfado.
Están desatados, parece,
y un abandono azul como el tapete
rodea su ausentada displicencia.
Están pendientes.
Esperan, como una barca, que sea de noche,
que sea de día,
mecerse, mecerse:
dormir o caminar,
sanar en la renovadora del calzado,
durar o irse a la basura.
Pedro Serrano, Montreal, 1957
en Nueces, Colección Tristán Lecoq, Trilce, México, 2009
Imagen:Vincent Van Gogh
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