Jueves 13
Mi tortolita: He pensado más que nunca en tí estos días que permanezco sin noticias tuyas, y todavía bajo el injusto reproche de aquella comunicación que yo no corté, sino que debió ser cortada, tal vez aquí mismo, pues a pesar de las apariencias la telefonista de antes ya no es la Jefa de la Oficina del Consejo. ¿Recibiste los tres sobres que te envié el otro día por conducto amistoso? Respóndeme esto sólo que nada más te digo. Continúo enfermo del alma, mucho mi amor, y más bien diría de tí si tú pudieras ser algo malo como esto que me martiriza a morir. Y porque a pesar de todo, tú eres mi dulce soledad, mi única pena, mi muerte querida, la flor de mi angustia. ¿No parece que así estuviera rezándote la oración de mi amor? ¿Debo seguir con ella eternamente solo? No son preguntas, golondrina de mi primavera. Son quejidos de ausencia: recíbelos así. Qué más puedo mandarte, sino espinas y hojas secas de mi jardín desierto. Mi jardín. He rehecho en él, con la mente, lo que tú llamabas la peregrinación. Paso a paso, caricia a caricia, extravío a extravío. Y para no estrangularme con aquel nudo de dolor que era delicioso porque tú lo desatabas, resisto al deseo de escribírtelo como ya lo está en aquellos versos locos que deshojaron más de una vez tus piecitos de princesa. He oído arrullar las pichoncitos en su nido de amor y me he atardado en el sendero de los lirios. Allá donde el cetro imperaba en el jardín y la azucena desbordaba de rocío. La tórtola agonizaba y el panal se derretía en miel. Y el capullo de la flor se derramaba en perfume. Pero después quedaba sola entre las espinas de la soledad la pantera rugiente, con su sed mortal que era la de tu sangre. Mordía la hojarasca en su delirio estéril. Sangraba ella también, pero sola, con su nudo tremendo. El nudo es mi reliquia dolorosa y terrible. ¿Te acuerdas, mi dulzura? Cuando tú vengas —déjame la ilusión de creerlo un instante—, sabrás que no lo desaté. La fuente, seca desde entonces, te entregará el oro de sus arenas. El torrente de oro que no pueden recoger sino tus manos. Y así como entonces te desbordará de ellas y será tus pulseras, tu collar, tus ajorcas, tu regalo de leoncita extraviada de amor desde la garganta adorada hasta el desfallecimiento de los pies deliciosos. ¿Te acuerdas aquella tarde lluviosa cuando yo te los enjugué con mis manos y te los entibié con mis besos? ¿Has repetido como yo en las noches —¡tantas! —las palabras de tu delirio? Ahora mismo estoy diciéndomelas, las más abandonadas, las más íntimas, que eran también las más dulces. Pero ellas son el tesoro de nuestro silencio. Aquel silencio lleno de arrullos que sobrevenía 'después de la tempestad'. Y me contentaría con tan poquito. Con verme inclinado de rodillas, besándote los pies. Los armiñitos mimados que solía manchar el desborde de la delicia. La delicia, perla que yo encontré en tu tesoro por tí misma ignorado. Cuando la tórtola abatida agonizaba gimiendo. Si no rompes esta carta absurda, guárdamelo como tú sabes aunque haya de verla, y posea en ella lo que es tuyo con el dominio de la princesa que yo te imploraba como la suprema dicha. Un día mi alma, cuando así sea, yo te la firmaré como el rey de nuestro secreto. El rey que tú me hiciste con tu favor, cuando me diste que bebiera del ánfora. Aquellos días de tu llegada, cuando con tanta impaciencia te esperaba a la puerta. Aglaura, mi cariño, tan cercana entonces, tan distante ahora, para siempre. ¿Será posible? Será posible cuando todo en mí te grita el amor, el delirio, bajo aquel mismo rayo de sol en que me consumías hasta morir, mi locura, mi asesina adorada, mi ansia de la vida, mi sed de besos, mi hambre de tu boca.
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