Miramar
Lo
que viste es lo único que podrías trasmitir
de
aquella ascensión por las dunas en el vivero
de
Miramar, de aquel olor de los pinos
y
de la frescura de la tarde y de la arena:
lo
que viste desde lo alto de la última duna,
esto
es el mar de las cabezas de los pinos
y
el mar verdadero, lejos, ligeramente agitado,
inquieto
en una especie de inmovilidad.
Pero
sólo lo que viste, y aun así, mal.
No
podrías decir en modo alguno el golpe de aquello.
La
sorpresa de aquello, el éxtasis sorpresivo,
pues,
por otra parte, el paisaje era pobre, era
viento,
arena, pinos, y un mar casi blanco,
y
no de fulgor, sino de falta ya de luz ajena
en
aquella hora de la tarde. De su propia, lechosa iluminación.
Has
visto otros paisajes dispuestos a proveerte de mayor éxtasis
si
hubiera escala del éxtasis; un camino por la Cordillera de la Costa
hacia
pueblos al norte de Viña del Mar. Grandeza.
Los
Pirineos, en el tren, grandeza de la mañana.
La
Grotta Azzurra, artificio natural.
Los
Andes, grandeza pura, del dios imponente y vivo, el dios
pre-testamentario.
Entre
tus ropas de acampante llevabas La agonía del cristianismo *
y
no sabías aun que podrías escribir: no cesa la Obra, no termina,
el
éxtasis no ciega, sigue en las maderas carcomidas,
en
la obra de ingeniería, en el galpón de cuando embarcaban lana,
en
el muérdago y la lata, en las bardas, en la sangre incluso
que
parece absurdamente derramada... Cese pues el ruido, la alabanza...
Y
aun querrías decir que no fuiste vos, que no estabas en estado
de
vigilia, o en el éxtasis ante la taza cotidiana; no eras,
sencillamente,
nada. Pero es inútil intentarlo. Pues de esos grandes
agujeros,
de esas experiencias no verbales, de la recepción
pura
en el cerebro animal, no hay testimonio posible, no hay
nada
que cante fuera de ellos; no hay posibilidad
de
calar aun, con el pensamiento, en esos grandes, extáticos
momentos,
todo adrenalina, todo rubor, todo corrientes precámbricas.
Si
la sangre de Cristo se derrama para al fin cubrir de éxtasis
la
vereda gastada, el huraño vidrio del bar, la tarde,
la
planta seca, el coche del bebé a su lado, los ojos
de
cualquiera que pasa,
la
madera de tu puerta, el corredor, la noche al fin, la luz mortecina,
hay
un momento -al menos, uno- en Miramar
o
en el esmalte de una virgen
o
donde quiera que sople el reino,
que
dice no diciendo;
para
develar del todo, para que cese el ruido, el rezo infame,
tu
sombra, tu clamor por la piedad.
Porque
sos justamente nada.
Un
hueco.
Y
todo -planta, vidrio, cantos, alabanzas, uva o café, muerte o taza-
se
alza para llenarlo (y aun así trae sangre y canta).
*
Unamuno
Jorge
Aulicino, Buenos Aires, 1949
Inédito
Imagen
de Paul Klee, Sinbad the sailor, en Friends
of Art
2 comentarios:
Qué hijo de puta el vate, no? Una bestia nomás. Gracias, doña, Irene
je!
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