El manual de instrucciones
Mientras estoy sentado mirando por la ventana del
edificio
quisiera no tener que redactar el manual de instrucciones para el uso de
un nuevo metal.
Miro hacia la calle y veo la gente, cada uno caminando con su paz
interior,
y los envidio-¡están tan lejos de mí!
Ninguno debe preocuparse por terminar este manual a tiempo.
Y, como de costumbre, comienzo a soñar, apoyo los codos en mi escritorio
y
¡me asomo un poco a la ventana,
de la sombría Guadalajara! ¡Cuidad de flores rosadas!
¡Ciudad que tanto deseaba ver y la que en México menos he visto
pero que imagino estar viendo, bajo la presión de tener que redactar un manual de instrucciones,
tu plaza, ciudad, con tu pequeña y elaborada glorieta!
La banda está tocando Scherezade de
Rimsky-Korsakov.
Alrededor de la glorieta, las floristas ofrecen
flores rosadas y amarillas,
Todas atractivas con sus vestidos a rayas rosados y
azules (¡oh! qué tonos de azul y rosa),
y allí cerca hay un pequeño stand blanco con
mujeres de verde que sirven fruta verde y amarilla.
Las parejas desfilan; todos están con humor de
fiesta.
Delante, encabezando el desfile, está un tipo
elegante
vestido de azul oscuro. Lleva puesto un sombrero
blanco
y usa mostacho, que acaba de recortar para la
ocasión.
Su amada, su esposa, es joven y linda; su chal es
rosa, encarnado y blanco.
Sus ballerinas son de charol, a la moda americana,
y tiene un abanico, porque es recatada y no quiere
que la multitud vea mucho su cara.
Pero están todos tan ocupados con su esposa o su
amada
que dudo que se fijen en la esposa del de mostacho.
¡Acá vienen los chicos! Están esquivando y
arrojando pequeñas cosas en la vereda
hecha de baldosas grises. Uno de ellos, algo mayor,
tiene un palillo entre sus dientes.
Es más callado que el resto, y simula no ver las
lindas chicas de blanco.
Pero sus amigos las ven, y les dicen cosas a las
chicas que se ríen.
Esto terminará en breve, con el paso de los años,
y el amor llevará a cada uno al desfile por otros motivos.
Pero he perdido de vista al chico con el palillo.
Un momento –ahí está– del otro lado de la glorieta,
parado lejos de sus amigos, conversando animado con
una chica
de catorce o quince. Trato de oír lo que dicen
pero parece como que murmuran algo –tímidas
palabras de amor, probablemente.
Ella es un poco más alta, y discreta, lo mira a los
ojos sinceros.
Está vestida de blanco. La brisa ondula su fino cabello negro contra su mejilla
aceitunada.
Sin duda está enamorada. El chico, el jovencito con
el palillo, también está enamorado;
se nota en sus ojos. Me alejo de esta pareja,
y me doy cuenta de que hay un intervalo en el
concierto.
Los paseantes descansan y beben con sorbetes
(una dama vestida de azul sirve las bebidas de una
gran jarra de vidrio),
y los músicos se mezclan entre ellos con sus
uniformes color crema y hablan
del tiempo, o de cómo le va a sus hijos en la
escuela.
Aprovechemos este momento para espiar una de las
calles laterales.
Aquí uno ve una de esas casas blancas con el pasto
cortado
tan populares acá. ¡Mira! –¡te lo dije!
está fresco y oscuro adentro, pero en el patio hay
sol.
Una mujer mayor, canosa, está sentada allí, se abanica
con un abanico de hojas de palmera.
Nos da la bienvenida a su patio y nos ofrece un
trago para refrescarnos.
“Mi hijo está en México”, dice. “También los
recibiría
si estuviera aquí. Pero trabaja allí en un banco.
Miren, esta es una fotografía de él”.
Y un muchacho de piel morena nos sonríe con sus
dientes como perlas desde un marco de cuero gastado.
Le agradecemos su hospitalidad, pero se está
haciendo tarde
y tenemos que ver la ciudad antes de irnos, desde
un sitio alto.
La torre de la iglesia estará bien –la rosada
descolorida, allí contra el azul salvaje del cielo.
Entramos despacio.
El cuidador, un hombre viejo vestido de marrón y
gris, nos pregunta cuando hace que estamos en la ciudad, y si nos gusta.
Su hija está refregando los escalones –nos saluda
cuando entramos a la torre.
Llegamos rápido a la punta, y todo el entramado de
la ciudad se extiende ante nosotros.
Allí está el barrio rico, con sus casas rosadas y
blancas, y sus derruidas terrazas con hojas.
Allí está el barrio pobre, con sus casas azul
profundo.
Allí está el mercado, donde los hombres venden
sombreros y espantan moscas
y allí está la biblioteca pública, pintada en tonos
de verde pálido y beige.
¡Mira! Allí está la plaza de donde venimos, con sus
paseantes.
Hay menos gente ahora que el calor del día es más
intenso,
pero el chico y la chica todavía merodean bajo las
sombras de la glorieta.
Y allí está la casa de la pequeña anciana–
todavía está sentada en el patio, abanicándose.
¡Qué limitada, pero aun así qué completa has sido nuestra
experiencia de Guadalajara!
Hemos visto el amor de los jóvenes, el amor de los
esposos, y el amor de la anciana por su hijo.
Hemos oído la música, saboreado los tragos, y
contemplado las casas coloridas.
¿Qué más se puede hacer sino quedarse? Y no podemos.
Y mientras la última brisa refresca la punta de la
vieja y desgastada torre, vuelvo la mirada
al manual de instrucciones que me hizo soñar con
Guadalajara.
John Ashbery, Rochester, 1927
De The
Instruction Manual, Some Trees, 1956
Versión © Silvia Camerotto
imagen: Instalación de John Ashbery
The Instruction Manual
As I sit
looking out of a window of the building
I wish I
did not have to write the instruction manual on the uses of a new metal.
I look
down into the street and see people, each walking with an inner
peace,
And envy
them—they are so far away from me!
Not one
of them has to worry about getting out this manual on
schedule.
And, as
my way is, I begin to dream, resting my elbows on the desk and leaning out of
the window a little,
Of dim
Guadalajara! City of rose-colored flowers!
City I
wanted most to see, and most did not see, in Mexico!
But I
fancy I see, under the press of having to write the instruction
manual,
Your
public square, city, with its elaborate little bandstand!
The band
is playing Scheherazade by
Rimsky-Korsakov.
Around
stand the flower girls, handing out rose- and lemon-colored
flowers,
Each
attractive in her rose-and-blue striped dress (Oh! such shades of rose and
blue),
And
nearby is the little white booth where women in green serve you green and
yellow fruit.
The
couples are parading; everyone is in a holiday mood.
First,
leading the parade, is a dapper fellow
Clothed
in deep blue. On his head sits a white hat
And he
wears a mustache, which has been trimmed for the occasion.
His dear
one, his wife, is young and pretty; her shawl is rose, pink, and
white.
Her
slippers are patent leather, in the American fashion,
And she
carries a fan, for she is modest, and does not want the crowd to see her face
too often.
But
everybody is so busy with his wife or loved one
I doubt
they would notice the mustachioed man’s wife.
Here come
the boys! They are skipping and throwing little things on the sidewalk
Which is
made of gray tile. One of them, a little older, has a toothpick in his teeth.
He is
silenter than the rest, and affects not to notice the pretty young girls in
white.
But his
friends notice them, and shout their jeers at the laughing
girls.
Yet soon
all this will cease, with the deepening of their years,
And love
bring each to the parade grounds for another reason.
But I
have lost sight of the young fellow with the toothpick.
Wait—there
he is—on the other side of the bandstand,
Secluded
from his friends, in earnest talk with a young girl
Of
fourteen or fifteen. I try to hear what they are saying
But it
seems they are just mumbling something—shy words of love, probably.
She is
slightly taller than he, and looks quietly down into his sincere
eyes.
She is
wearing white. The breeze ruffles her long fine black hair against her olive
cheek.
Obviously
she is in love. The boy, the young boy with the toothpick, he is in love too;
His eyes
show it. Turning from this couple,
I see
there is an intermission in the concert.
The
paraders are resting and sipping drinks through straws
(The
drinks are dispensed from a large glass crock by a lady in dark
blue),
And the
musicians mingle among them, in their creamy white uniforms, and talk
About the
weather, perhaps, or how their kids are doing at school.
Let us
take this opportunity to tiptoe into one of the side streets.
Here you
may see one of those white houses with green trim
That are
so popular here. Look—I told you!
It is
cool and dim inside, but the patio is sunny.
An old
woman in gray sits there, fanning herself with a palm leaf
fan.
She
welcomes us to her patio, and offers us a cooling drink.
“My son
is in Mexico City,” she says. “He would welcome you too
If he
were here. But his job is with a bank there.
Look,
here is a photograph of him.”
And a
dark-skinned lad with pearly teeth grins out at us from the worn leather frame.
We thank
her for her hospitality, for it is getting late
And we
must catch a view of the city, before we leave, from a good high place.
That
church tower will do—the faded pink one, there against the fierce blue of the
sky. Slowly we enter.
The
caretaker, an old man dressed in brown and gray, asks us how long we have been
in the city, and how we like it here.
His
daughter is scrubbing the steps—she nods to us as we pass into the tower.
Soon we
have reached the top, and the whole network of the city extends before us.
There is
the rich quarter, with its houses of pink and white, and its crumbling, leafy
terraces.
There is
the poorer quarter, its homes a deep blue.
There is
the market, where men are selling hats and swatting flies
And there
is the public library, painted several shades of pale green and beige.
Look!
There is the square we just came from, with the promenaders.
There are
fewer of them, now that the heat of the day has increased,
But the
young boy and girl still lurk in the shadows of the
bandstand.
And there
is the home of the little old lady—
She is
still sitting in the patio, fanning herself.
How
limited, but how complete withal, has been our experience of Guadalajara!
We have
seen young love, married love, and the love of an aged mother for her son.
We have
heard the music, tasted the drinks, and looked at colored
houses.
What more
is there to do, except stay? And that we cannot do.
And as a
last breeze freshens the top of the weathered old tower, I turn my
gaze
Back to
the instruction manual which has made me dream of Guadalajara.
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