Crusoe
en Inglaterra
Un nuevo volcán
entró en erupción,
dicen los diarios,
y la semana pasada estuve leyendo
que un barco vio
nacer una isla:
primero un soplo
de vapor, a diez millas;
y luego una
mancha negra, —probablemente basalto—
apareció en los
prismáticos del primer oficial
y se fijó en el
horizonte como una mosca.
Le dieron nombre.
Pero mi pobre vieja isla sigue siendo
no-
redescubierta, no- renombrada.
Ninguno de los
libros jamás acertó.
Bueno, yo tenía
cincuenta y dos
miserables,
pequeños volcanes que podía escalar
con unas pocas
resbalosas zancadas—
volcanes muertos
como pilas de ceniza.
Yo solía
sentarme al borde del más alto
y contaba los
otros que estaban de pie,
desnudos y plomizos,
con sus cabezas arrancadas.
Pensaba que si
fueran del tamaño
que yo creía que
los volcanes deben ser, entonces me había
convertido en un
gigante;
y si me había
convertido en un gigante,
no podía
soportar pensar de qué tamaño
eran las cabras
y tortugas,
o las gaviotas o
los pichones volteadores superpuestos
—un hexágono
brillante de pichones
rodeándome y
rodeándome, pero no del todo,
brillando y
brillando, aunque el cielo
estuviera
mayormente nublado.
Mi
isla parecía ser
una
especie de basurero de nubes. Todos los restos
de
nubes del hemisferio llegaron y se tendieron
arriba
de los cráteres —sus gargantas sedientas
eran calientes
al tacto.
¿Fue por eso que
llovía tanto?
¿Y por eso a
veces todo el lugar siseaba?
Las tortugas se
movían pesadamente, abovedadas,
silbando como
teteras.
(Y yo hubiera entregado años, o tomado unos pocos,
por cualquier
tipo de tetera, por supuesto.)
Los pliegues de
lava, extendiéndose hacia el mar,
silbarían. Me
daría vuelta. Y después resultarían
ser más
tortugas.
Las playas eran
todo lava, multicolor,
negra, roja y
blanca, y gris;
los colores
veteados se veían bien.
Y había trombas
marinas. Oh,
media docena a
la vez, lejos,
yendo y viniendo,
avanzando y retrocediendo,
sus cabezas en nubes,
sus pies en parches en movimiento
de rayones
blancos.
Chimeneas de
vidrio, flexibles, debilitadas,
seres
sacerdotales de vidrio... Vi
como subía el agua
en espiral por ellos como humo.
Hermosas, sí, pero
no gran compañía.
A menudo sentí
compasión de mí mismo.
“¿Merezco esto?
Supongo que sí.
No estaría aquí
de lo contrario. ¿Hubo
un momento en el
que realmente elegí esto?
No lo recuerdo,
pero podría ser”.
¿Qué hay de malo
en la auto-compasión, de todos modos?
Con las piernas
colgando hacia abajo confiadamente
al borde de un
cráter, me dije
“La compasión
empieza por casa”. Así que cuanto más
compasión sentía,
más me sentía como en casa.
El sol se ponía
en el mar; el mismo sol extraño
salía del mar,
y había uno de
él y uno de mí.
La isla tenía
una de cada especie:
un caracol de
árbol, azul-violeta brillante
con una caparazón
delgada, se trepaba a todo,
a la única
especie de árbol,
un asunto oscuro
y menor.
Las caparazones
de caracol se amontaban debajo de ellos,
y a la distancia,
uno hubiera
jurado que eran macizos de lirios.
Había un tipo de
baya, rojo oscuro.
Las probé, una a
una, con horas de diferencia.
Sub-ácidas, y nada
malas, sin efectos nocivos;
y entonces hice
cerveza casera. Bebía
ese horrible,
efervescente, hediondo producto
que subía
directo a mi cabeza
y tocaba mi
flauta casera
(Creo que tenía
la escala más rara en la tierra)
y, mareado, gritaba y bailaba entre las cabras.
¡Hecho en casa,
hecho en casa! ¿No lo somos todos?
Sentía un
profundo afecto por
la más pequeña
de mis manufacturas insulares.
No, no
exactamente, ya que la más pequeña era
una filosofía
miserable.
Porque no sabía
lo suficiente.
¿Por qué no sabía
lo suficiente de algo?
¿Drama griego o astronomía?
Los libros
que había leído
estaban llenos de espacios en blanco;
los poemas —bueno,
traté de
recitarle a mis
lirios,
“Ellos resplandecen
sobre ese ojo interior,
que es la
dicha...” ¿La dicha de qué?
Una de las
primeras cosas que hice
cuando regresé
fue buscarlo en el diccionario.
La isla olía a
cabra y guano.
Las cabras eran
blancas, también las gaviotas,
y ambas
demasiado mansas, o quizás pensaban
que yo era una
cabra, también, o una gaviota.
Bee, bee, bee y chillido, chillido, chillido,
bee ... chillido ... bee ... Todavía no puedo sacármelos
de mis oídos;
sino que duelen ahora.
Los chillidos
cuestionando las respuestas equívocas
en un terreno de
lluvia sibilante
y sibilantes
tortugas ambulantes
que me ponían
los nervios de punta.
Cuando todas las
gaviotas volaban a la vez, sonaban
como un árbol
grande al viento fuerte, sus hojas.
Yo cerraba los
ojos y pensaba en un árbol,
un roble,
digamos, con sombra de verdad, en alguna parte.
Había oído de
ganado que se enfermaba a causa de la isla.
Creí que las
cabras lo estaban.
Un macho cabrío
se pararía en el volcán
que había
bautizado Mont d'Espoir o Mount Despair
(Tenía tiempo
suficiente para jugar con nombres),
y balaría y balaría,
y olería el aire.
Yo le agarraba la
barba y lo miraba.
Sus pupilas,
horizontales, se encogían
y no expresaban
nada, o un poco de maldad.
¡Hasta los colores
mismos me cansaban!
Un día teñí una
cabrita de rojo brillante
con mis bayas
rojas, sólo para ver
algo un poco distinto.
Y entonces su
madre no lo reconocería.
Los sueños eran
lo peor. Por supuesto soñaba con comida
y amor, pero era
agradable
sobre todo. Aunque entonces soñaba con cosas
como cortarle el
pescuezo a un bebé, confundiéndolo
para un cabrito.
Tenía
pesadillas de
otras islas
que se extendían
lejos de la mía, infinidad
de islas, islas engendrando
islas,
como los huevos
de rana que se convierten en renacuajos
de islas,
sabiendo que tenía que vivir
en todas y cada
una, con el tiempo,
por siglos,
registrando su flora,
su fauna, su
geografía.
Justo cuando
pensaba que no podía soportarlo
ni un minuto
más, llegó Viernes.
(Estas
explicaciones están todas mal.)
Viernes era
agradable.
Viernes era
agradable, y éramos amigos.
¡Si sólo hubiera
sido una mujer!
Yo quería
propagar mi especie,
y así lo hizo él,
creo yo, pobre muchacho.
A veces
acariciaba a los cabritos,
y corría con
ellos, o los cargaba.
—Lindo para
mirar; tenía un cuerpo hermoso.
Y entonces un
día vinieron y nos echaron de allí.
Ahora vivo aquí,
en otra isla,
que no parece
serlo, pero ¿quién sabe?
Mi sangre estaba
llena de ellas; mi cerebro
criaba islas.
Pero ese archipiélago
se extinguió.
Soy viejo.
Estoy aburrido, también,
bebiendo mi té de verdad,
rodeado de aburridos
trastos viejos.
El cuchillo ahí
en el estante—
apestaba a sentido,
como un crucifijo.
Vivía. ¿Durante
cuántos años
le rogué, le
imploré que no se rompiera?
Conocía cada muesca y rasguño de memoria,
la hoja azul, la
punta rota,
las vetas de la madera
en el mango...
Ahora ya no me
mira.
El alma se ha
esfumado.
Mis ojos se
posan en él y siguen su curso.
El museo local
me pidió
que les deje
todo:
la flauta, el
cuchillo, los zapatos ajados,
mis pantalones
de piel de cabra gastados,
(la piel se llenó
de polillas),
la sombrilla que
me costó tanto tiempo
recordar cómo van
las varillas.
Todavía
funciona, pero, plegada,
se parece a un
ave desplumada y flaca.
¿Cómo puede
alguien querer estas cosas?
–Y Viernes, mi
querido Viernes, murió de sarampión
en marzo, hace diecisiete
años.
Elizabeth Bishop, Worcester, 1911- Boston, 1979
De Geography III, 1976
En Elizabeth Bishop, Complete
Poems, Chatto&Windus, London, 2004
Versión © Silvia
Camerotto
imagen de Henry Corbould, c. 1820 en Henry Courbould
Crusoe in
England
A new volcano has erupted,
the papers say, and last week I was reading
where some ship saw an island being born:
at first a breath of steam, ten miles away;
and then a black fleck—basalt, probably—
rose in the mate’s binoculars
and caught on the horizon like a fly.
They named it. But my poor old island’s still
un-rediscovered, un-renamable.
None of the books has ever got it right.
Well, I had fifty-two
miserable, small volcanoes I could climb
with a few slithery strides—
volcanoes dead as ash heaps.
I used to sit on the edge of the highest one
and count the others standing up,
naked and leaden, with their heads blown off.
I’d think that if they were the size
I thought volcanoes should be, then I had
become a giant;
and if I had become a giant,
I couldn’t bear to think what size
the goats and turtles were,
or the gulls, or the overlapping rollers
—a glittering hexagon of rollers
closing and closing in, but never quite,
glittering and glittering, though the sky
was mostly overcast.
My island seemed to be
a sort of cloud-dump. All the hemisphere’s
left-over clouds arrived and hung
above the craters—their parched throats
were hot to touch.
Was that why it rained so much?
And why sometimes the whole place hissed?
The turtles lumbered by, high-domed,
hissing like teakettles.
(And I’d have given years, or taken a few,
for any sort of kettle, of course.)
The folds of lava, running out to sea,
would hiss. I’d turn. And then they’d prove
to be more turtles.
The beaches were all lava, variegated,
black, red, and white, and gray;
the marbled colors made a fine display.
And I had waterspouts. Oh,
half a dozen at a time, far out,
they’d come and go, advancing and retreating,
their heads in cloud, their feet in moving patches
of scuffed-up white.
Glass chimneys, flexible, attenuated,
sacerdotal beings of glass ... I watched
the water spiral up in them like smoke.
Beautiful, yes, but not much company.
I often gave way to self-pity.
“Do I deserve this? I suppose I must.
I wouldn’t be here otherwise. Was there
a moment when I actually chose this?
I don’t remember, but there could have been.”
What’s wrong about self-pity, anyway?
With my legs dangling down familiarly
over a crater’s edge, I told myself
“Pity should begin at home.” So the more
pity I felt, the more I felt at home.
The sun set in the sea; the same odd sun
rose from the sea,
and there was one of it and one of me.
The island had one kind of everything:
one tree snail, a bright violet-blue
with a thin shell, crept over everything,
over the one variety of tree,
a sooty, scrub affair.
Snail shells lay under these in drifts
and, at a distance,
you’d swear that they were beds of irises.
There was one kind of berry, a dark red.
I tried it, one by one, and hours apart.
Sub-acid, and not bad, no ill effects;
and so I made home-brew. I’d drink
the awful, fizzy, stinging stuff
that went straight to my head
and play my home-made flute
(I think it had the weirdest scale on earth)
and, dizzy, whoop and dance among the goats.
Home-made, home-made! But aren’t we all?
I felt a deep affection for
the smallest of my island industries.
No, not exactly, since the smallest was
a miserable philosophy.
Because I didn’t know enough.
Why didn’t I know enough of something?
Greek drama or astronomy? The books
I’d read were full of blanks;
the poems—well, I tried
reciting to my iris-beds,
“They flash upon that inward eye,
which is the bliss ...” The bliss of what?
One of the first things that I did
when I got back was look it up.
The island smelled of goat and guano.
The goats were white, so were the gulls,
and both too tame, or else they thought
I was a goat, too, or a gull.
Baa, baa, baa and shriek, shriek, shriek,
baa ... shriek ... baa ... I still can’t
shake
them from my ears; they’re hurting now.
The questioning shrieks, the equivocal replies
over a ground of hissing rain
and hissing, ambulating turtles
got on my nerves.
When all the gulls flew up at once, they sounded
like a big tree in a strong wind, its leaves.
I’d shut my eyes and think about a tree,
an oak, say, with real shade, somewhere.
I’d heard of cattle getting island-sick.
I thought the goats were.
One billy-goat would stand on the volcano
I’d christened Mont d’Espoir or Mount Despair
(I’d time enough to play with names),
and bleat and bleat, and sniff the air.
I’d grab his beard and look at him.
His pupils, horizontal, narrowed up
and expressed nothing, or a little malice.
I got so tired of the very colors!
One day I dyed a baby goat bright red
with my red berries, just to see
something a little different.
And then his mother wouldn’t recognize him.
Dreams were the worst. Of course I dreamed of food
and love, but they were pleasant rather
than otherwise. But then I’d dream of things
like slitting a baby’s throat, mistaking it
for a baby goat. I’d have
nightmares of other islands
stretching away from mine, infinities
of islands, islands spawning islands,
like frogs’ eggs turning into polliwogs
of islands, knowing that I had to live
on each and every one, eventually,
for ages, registering their flora,
their fauna, their geography.
Just when I thought I couldn’t stand it
another minute longer, Friday came.
(Accounts of that have everything all wrong.)
Friday was nice.
Friday was nice, and we were friends.
If only he had been a woman!
I wanted to propagate my kind,
and so did he, I think, poor boy.
He’d pet the baby goats sometimes,
and race with them, or carry one around.
—Pretty to watch; he had a pretty body.
And then one day they came and took us off.
Now I live here, another island,
that doesn’t seem like one, but who decides?
My blood was full of them; my brain
bred islands. But that archipelago
has petered out. I’m old.
I’m bored, too, drinking my real tea,
surrounded by uninteresting lumber.
The knife there on the shelf—
it reeked of meaning, like a crucifix.
It lived. How many years did I
beg it, implore it, not to break?
I knew each nick and scratch by heart,
the bluish blade, the broken tip,
the lines of wood-grain on the handle ...
Now it won’t look at me at all.
The living soul has dribbled away.
My eyes rest on it and pass on.
The local museum’s asked me to
leave everything to them:
the flute, the knife, the shrivelled shoes,
my shedding goatskin trousers
(moths have got in the fur),
the parasol that took me such a time
remembering the way the ribs should go.
It still will work but, folded up,
looks like a plucked and skinny fowl.
How can anyone want such things?
—And Friday, my dear Friday, died of measles
seventeen years ago come March.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario