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Anquises
sobre los hombros
Todos llevamos,
como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su
peso nos impide la marcha,
Pero luego se
vuelve cada vez más liviano,
Hasta que un día
deja de sentirse
y advertimos que
ha muerto.
Entonces lo
abandonamos para siempre
En un recodo del
camino
y trepamos a los
hombros de nuestro hijo.
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Para
ser recitado en la barca de Caronte
El paisaje es
más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.
Horacio Castillo,
Ensenada, 1934- La Plata, 2010
imagen de Gustave Doré, en Moedas para Caronte
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