martes, abril 30, 2013
juan gelman. anclao en parís
Anclao en París
Al que extraño es al viejo león del zoo,
siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne,
me contaba sus aventuras en Rhodesia del Sur
pero mentía, era evidente que nunca se había movido del Sahara.
De todos modos me encantaba su elegancia,
su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces de la vida,
miraba a los franceses por la ventana del café
y decía "los idiotas hacen hijos".
Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido
le provocaban malos recuerdos y aun melancolía,
"las cosas que uno hace para vivir" reflexionaba
mirándose la melena en el espejo del café.
Sí, lo extraño mucho,
nunca pagaba la consumición,
pero indicaba la propina a dejar
y los mozos lo saludaban con especial deferencia.
Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,
él regresaba a son bureau, como decía,
no sin antes advertirme con una pata en mi hombro
"ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno".
Lo extraño mucho verdaderamente,
sus ojos se llenaban a veces de desierto
pero sabía callar como un hermano
cuando emocionado, emocionado,
yo le hablaba de Carlitos Gardel.
Juan Gelman, Buenos Aires, 1930
de Gotán, La Rosa Blindada, Buenos Aires, 1962
domingo, abril 28, 2013
elizabeth bishop. crusoe en inglaterra
Crusoe
en Inglaterra
Un nuevo volcán
entró en erupción,
dicen los diarios,
y la semana pasada estuve leyendo
que un barco vio
nacer una isla:
primero un soplo
de vapor, a diez millas;
y luego una
mancha negra, —probablemente basalto—
apareció en los
prismáticos del primer oficial
y se fijó en el
horizonte como una mosca.
Le dieron nombre.
Pero mi pobre vieja isla sigue siendo
no-
redescubierta, no- renombrada.
Ninguno de los
libros jamás acertó.
Bueno, yo tenía
cincuenta y dos
miserables,
pequeños volcanes que podía escalar
con unas pocas
resbalosas zancadas—
volcanes muertos
como pilas de ceniza.
Yo solía
sentarme al borde del más alto
y contaba los
otros que estaban de pie,
desnudos y plomizos,
con sus cabezas arrancadas.
Pensaba que si
fueran del tamaño
que yo creía que
los volcanes deben ser, entonces me había
convertido en un
gigante;
y si me había
convertido en un gigante,
no podía
soportar pensar de qué tamaño
eran las cabras
y tortugas,
o las gaviotas o
los pichones volteadores superpuestos
—un hexágono
brillante de pichones
rodeándome y
rodeándome, pero no del todo,
brillando y
brillando, aunque el cielo
estuviera
mayormente nublado.
Mi
isla parecía ser
una
especie de basurero de nubes. Todos los restos
de
nubes del hemisferio llegaron y se tendieron
arriba
de los cráteres —sus gargantas sedientas
eran calientes
al tacto.
¿Fue por eso que
llovía tanto?
¿Y por eso a
veces todo el lugar siseaba?
Las tortugas se
movían pesadamente, abovedadas,
silbando como
teteras.
(Y yo hubiera entregado años, o tomado unos pocos,
por cualquier
tipo de tetera, por supuesto.)
Los pliegues de
lava, extendiéndose hacia el mar,
silbarían. Me
daría vuelta. Y después resultarían
ser más
tortugas.
Las playas eran
todo lava, multicolor,
negra, roja y
blanca, y gris;
los colores
veteados se veían bien.
Y había trombas
marinas. Oh,
media docena a
la vez, lejos,
yendo y viniendo,
avanzando y retrocediendo,
sus cabezas en nubes,
sus pies en parches en movimiento
de rayones
blancos.
Chimeneas de
vidrio, flexibles, debilitadas,
seres
sacerdotales de vidrio... Vi
como subía el agua
en espiral por ellos como humo.
Hermosas, sí, pero
no gran compañía.
A menudo sentí
compasión de mí mismo.
“¿Merezco esto?
Supongo que sí.
No estaría aquí
de lo contrario. ¿Hubo
un momento en el
que realmente elegí esto?
No lo recuerdo,
pero podría ser”.
¿Qué hay de malo
en la auto-compasión, de todos modos?
Con las piernas
colgando hacia abajo confiadamente
al borde de un
cráter, me dije
“La compasión
empieza por casa”. Así que cuanto más
compasión sentía,
más me sentía como en casa.
El sol se ponía
en el mar; el mismo sol extraño
salía del mar,
y había uno de
él y uno de mí.
La isla tenía
una de cada especie:
un caracol de
árbol, azul-violeta brillante
con una caparazón
delgada, se trepaba a todo,
a la única
especie de árbol,
un asunto oscuro
y menor.
Las caparazones
de caracol se amontaban debajo de ellos,
y a la distancia,
uno hubiera
jurado que eran macizos de lirios.
Había un tipo de
baya, rojo oscuro.
Las probé, una a
una, con horas de diferencia.
Sub-ácidas, y nada
malas, sin efectos nocivos;
y entonces hice
cerveza casera. Bebía
ese horrible,
efervescente, hediondo producto
que subía
directo a mi cabeza
y tocaba mi
flauta casera
(Creo que tenía
la escala más rara en la tierra)
y, mareado, gritaba y bailaba entre las cabras.
¡Hecho en casa,
hecho en casa! ¿No lo somos todos?
Sentía un
profundo afecto por
la más pequeña
de mis manufacturas insulares.
No, no
exactamente, ya que la más pequeña era
una filosofía
miserable.
Porque no sabía
lo suficiente.
¿Por qué no sabía
lo suficiente de algo?
¿Drama griego o astronomía?
Los libros
que había leído
estaban llenos de espacios en blanco;
los poemas —bueno,
traté de
recitarle a mis
lirios,
“Ellos resplandecen
sobre ese ojo interior,
que es la
dicha...” ¿La dicha de qué?
Una de las
primeras cosas que hice
cuando regresé
fue buscarlo en el diccionario.
La isla olía a
cabra y guano.
Las cabras eran
blancas, también las gaviotas,
y ambas
demasiado mansas, o quizás pensaban
que yo era una
cabra, también, o una gaviota.
Bee, bee, bee y chillido, chillido, chillido,
bee ... chillido ... bee ... Todavía no puedo sacármelos
de mis oídos;
sino que duelen ahora.
Los chillidos
cuestionando las respuestas equívocas
en un terreno de
lluvia sibilante
y sibilantes
tortugas ambulantes
que me ponían
los nervios de punta.
Cuando todas las
gaviotas volaban a la vez, sonaban
como un árbol
grande al viento fuerte, sus hojas.
Yo cerraba los
ojos y pensaba en un árbol,
un roble,
digamos, con sombra de verdad, en alguna parte.
Había oído de
ganado que se enfermaba a causa de la isla.
Creí que las
cabras lo estaban.
Un macho cabrío
se pararía en el volcán
que había
bautizado Mont d'Espoir o Mount Despair
(Tenía tiempo
suficiente para jugar con nombres),
y balaría y balaría,
y olería el aire.
Yo le agarraba la
barba y lo miraba.
Sus pupilas,
horizontales, se encogían
y no expresaban
nada, o un poco de maldad.
¡Hasta los colores
mismos me cansaban!
Un día teñí una
cabrita de rojo brillante
con mis bayas
rojas, sólo para ver
algo un poco distinto.
Y entonces su
madre no lo reconocería.
Los sueños eran
lo peor. Por supuesto soñaba con comida
y amor, pero era
agradable
sobre todo. Aunque entonces soñaba con cosas
como cortarle el
pescuezo a un bebé, confundiéndolo
para un cabrito.
Tenía
pesadillas de
otras islas
que se extendían
lejos de la mía, infinidad
de islas, islas engendrando
islas,
como los huevos
de rana que se convierten en renacuajos
de islas,
sabiendo que tenía que vivir
en todas y cada
una, con el tiempo,
por siglos,
registrando su flora,
su fauna, su
geografía.
Justo cuando
pensaba que no podía soportarlo
ni un minuto
más, llegó Viernes.
(Estas
explicaciones están todas mal.)
Viernes era
agradable.
Viernes era
agradable, y éramos amigos.
¡Si sólo hubiera
sido una mujer!
Yo quería
propagar mi especie,
y así lo hizo él,
creo yo, pobre muchacho.
A veces
acariciaba a los cabritos,
y corría con
ellos, o los cargaba.
—Lindo para
mirar; tenía un cuerpo hermoso.
Y entonces un
día vinieron y nos echaron de allí.
Ahora vivo aquí,
en otra isla,
que no parece
serlo, pero ¿quién sabe?
Mi sangre estaba
llena de ellas; mi cerebro
criaba islas.
Pero ese archipiélago
se extinguió.
Soy viejo.
Estoy aburrido, también,
bebiendo mi té de verdad,
rodeado de aburridos
trastos viejos.
El cuchillo ahí
en el estante—
apestaba a sentido,
como un crucifijo.
Vivía. ¿Durante
cuántos años
le rogué, le
imploré que no se rompiera?
Conocía cada muesca y rasguño de memoria,
la hoja azul, la
punta rota,
las vetas de la madera
en el mango...
Ahora ya no me
mira.
El alma se ha
esfumado.
Mis ojos se
posan en él y siguen su curso.
El museo local
me pidió
que les deje
todo:
la flauta, el
cuchillo, los zapatos ajados,
mis pantalones
de piel de cabra gastados,
(la piel se llenó
de polillas),
la sombrilla que
me costó tanto tiempo
recordar cómo van
las varillas.
Todavía
funciona, pero, plegada,
se parece a un
ave desplumada y flaca.
¿Cómo puede
alguien querer estas cosas?
–Y Viernes, mi
querido Viernes, murió de sarampión
en marzo, hace diecisiete
años.
Elizabeth Bishop, Worcester, 1911- Boston, 1979
De Geography III, 1976
En Elizabeth Bishop, Complete
Poems, Chatto&Windus, London, 2004
Versión © Silvia
Camerotto
imagen de Henry Corbould, c. 1820 en Henry Courbould
Crusoe in
England
A new volcano has erupted,
the papers say, and last week I was reading
where some ship saw an island being born:
at first a breath of steam, ten miles away;
and then a black fleck—basalt, probably—
rose in the mate’s binoculars
and caught on the horizon like a fly.
They named it. But my poor old island’s still
un-rediscovered, un-renamable.
None of the books has ever got it right.
Well, I had fifty-two
miserable, small volcanoes I could climb
with a few slithery strides—
volcanoes dead as ash heaps.
I used to sit on the edge of the highest one
and count the others standing up,
naked and leaden, with their heads blown off.
I’d think that if they were the size
I thought volcanoes should be, then I had
become a giant;
and if I had become a giant,
I couldn’t bear to think what size
the goats and turtles were,
or the gulls, or the overlapping rollers
—a glittering hexagon of rollers
closing and closing in, but never quite,
glittering and glittering, though the sky
was mostly overcast.
My island seemed to be
a sort of cloud-dump. All the hemisphere’s
left-over clouds arrived and hung
above the craters—their parched throats
were hot to touch.
Was that why it rained so much?
And why sometimes the whole place hissed?
The turtles lumbered by, high-domed,
hissing like teakettles.
(And I’d have given years, or taken a few,
for any sort of kettle, of course.)
The folds of lava, running out to sea,
would hiss. I’d turn. And then they’d prove
to be more turtles.
The beaches were all lava, variegated,
black, red, and white, and gray;
the marbled colors made a fine display.
And I had waterspouts. Oh,
half a dozen at a time, far out,
they’d come and go, advancing and retreating,
their heads in cloud, their feet in moving patches
of scuffed-up white.
Glass chimneys, flexible, attenuated,
sacerdotal beings of glass ... I watched
the water spiral up in them like smoke.
Beautiful, yes, but not much company.
I often gave way to self-pity.
“Do I deserve this? I suppose I must.
I wouldn’t be here otherwise. Was there
a moment when I actually chose this?
I don’t remember, but there could have been.”
What’s wrong about self-pity, anyway?
With my legs dangling down familiarly
over a crater’s edge, I told myself
“Pity should begin at home.” So the more
pity I felt, the more I felt at home.
The sun set in the sea; the same odd sun
rose from the sea,
and there was one of it and one of me.
The island had one kind of everything:
one tree snail, a bright violet-blue
with a thin shell, crept over everything,
over the one variety of tree,
a sooty, scrub affair.
Snail shells lay under these in drifts
and, at a distance,
you’d swear that they were beds of irises.
There was one kind of berry, a dark red.
I tried it, one by one, and hours apart.
Sub-acid, and not bad, no ill effects;
and so I made home-brew. I’d drink
the awful, fizzy, stinging stuff
that went straight to my head
and play my home-made flute
(I think it had the weirdest scale on earth)
and, dizzy, whoop and dance among the goats.
Home-made, home-made! But aren’t we all?
I felt a deep affection for
the smallest of my island industries.
No, not exactly, since the smallest was
a miserable philosophy.
Because I didn’t know enough.
Why didn’t I know enough of something?
Greek drama or astronomy? The books
I’d read were full of blanks;
the poems—well, I tried
reciting to my iris-beds,
“They flash upon that inward eye,
which is the bliss ...” The bliss of what?
One of the first things that I did
when I got back was look it up.
The island smelled of goat and guano.
The goats were white, so were the gulls,
and both too tame, or else they thought
I was a goat, too, or a gull.
Baa, baa, baa and shriek, shriek, shriek,
baa ... shriek ... baa ... I still can’t
shake
them from my ears; they’re hurting now.
The questioning shrieks, the equivocal replies
over a ground of hissing rain
and hissing, ambulating turtles
got on my nerves.
When all the gulls flew up at once, they sounded
like a big tree in a strong wind, its leaves.
I’d shut my eyes and think about a tree,
an oak, say, with real shade, somewhere.
I’d heard of cattle getting island-sick.
I thought the goats were.
One billy-goat would stand on the volcano
I’d christened Mont d’Espoir or Mount Despair
(I’d time enough to play with names),
and bleat and bleat, and sniff the air.
I’d grab his beard and look at him.
His pupils, horizontal, narrowed up
and expressed nothing, or a little malice.
I got so tired of the very colors!
One day I dyed a baby goat bright red
with my red berries, just to see
something a little different.
And then his mother wouldn’t recognize him.
Dreams were the worst. Of course I dreamed of food
and love, but they were pleasant rather
than otherwise. But then I’d dream of things
like slitting a baby’s throat, mistaking it
for a baby goat. I’d have
nightmares of other islands
stretching away from mine, infinities
of islands, islands spawning islands,
like frogs’ eggs turning into polliwogs
of islands, knowing that I had to live
on each and every one, eventually,
for ages, registering their flora,
their fauna, their geography.
Just when I thought I couldn’t stand it
another minute longer, Friday came.
(Accounts of that have everything all wrong.)
Friday was nice.
Friday was nice, and we were friends.
If only he had been a woman!
I wanted to propagate my kind,
and so did he, I think, poor boy.
He’d pet the baby goats sometimes,
and race with them, or carry one around.
—Pretty to watch; he had a pretty body.
And then one day they came and took us off.
Now I live here, another island,
that doesn’t seem like one, but who decides?
My blood was full of them; my brain
bred islands. But that archipelago
has petered out. I’m old.
I’m bored, too, drinking my real tea,
surrounded by uninteresting lumber.
The knife there on the shelf—
it reeked of meaning, like a crucifix.
It lived. How many years did I
beg it, implore it, not to break?
I knew each nick and scratch by heart,
the bluish blade, the broken tip,
the lines of wood-grain on the handle ...
Now it won’t look at me at all.
The living soul has dribbled away.
My eyes rest on it and pass on.
The local museum’s asked me to
leave everything to them:
the flute, the knife, the shrivelled shoes,
my shedding goatskin trousers
(moths have got in the fur),
the parasol that took me such a time
remembering the way the ribs should go.
It still will work but, folded up,
looks like a plucked and skinny fowl.
How can anyone want such things?
—And Friday, my dear Friday, died of measles
seventeen years ago come March.
viernes, abril 26, 2013
john ashbery. en lugar de perder
En lugar de
perder
Cualquiera que
creciera en un lugar que tú aun no hubieras usado
habría hecho lo
mismo: fastidiarse por las disputas familiares
e ir directo al
canal. Dios, esas épocas
chisporroteaban
cerca nuestro, del melodrama enfermizo
en lugar de la
pérdida y la extraña confusión…
confusión.
Entonces, pensaba
en aquello, y en las montañas.
Durante el día traspasábamos
los límites de la ciudad del mismo nombre
y un poco más.
Nadie sabía todo de nosotros
pero algunos
sabían demasiado. Era el momento de dejar la ciudad
por un cajón
vacío
en el que ellos
se embarcaron. Algunas de las once mil
vírgenes se
marearon. Dije, ¡detén el barco!
No pudieron.
Aquí vienen los árbitros calvos
con su vista
fija en cadenas, casi casi como anteojos.
Qué diablos, es
solo una rata almizclera
que ha visto
tiempos mejores, cuando las cosas eran medievales
y doradas…
Así ustedes que
están en el frente,
váyanse. Ustedes
los ven. Y lo comprenden todo.
No termina, a
pesar de las brujerías nocturnas.
¿Hubieras
preferido ser un adulto en épocas anteriores
a las que el niño pudiera aguantar o imaginar?
O es el ahora la
respuesta— ya sabes, la radio
que nos dice las
noticias tarde a la noche,
nuestras bonitas
fortunas con altibajos.
Aquí tienes tu
tonelada de plumas, y tus discos de Read Seal.
El abrazo entero.
John Ashbery,
Rochester, 1927
Versión © Silvia
Camerotto
imagen de Paul Klee, Cold City, en mhsartgallerymac
Instead of Losing
Anyone, growing up in a space you hadn't used yet
would've done the same: bother the family's bickering
to head straight into the channel. My, those times
crackled near about us, from sickly melodrama
instead of losing, and the odd confusion...confusion.
I thought of it then, and in the mountains.
During the day we perforated the eponymous city limits
and then some. No one knew all about us
but some knew plenty. It was time to leave that town
for an empty drawer
into which they sailed. Some of the eleven thousand
virgins were getting queasy. I say, stop the ship!
No can do. Here come the bald arbiters
with their eyes on chains, just so, like glasses.
Heck,
it's only a muskrat
that's seen better years, when things were medieval
and gold...
So you people in the front,
leave. You see them. And you understand it all.
It doesn't end, night's sorcery notwithstanding.
Would you have preferred to be a grownup in earlier
times
than the child can contain or imagine?
Or is right now the answer—you know, the radio
we heard news on late at night,
our checkered fortunes so pretty.
Here's your ton of plumes, and your Red Seal Records.
The
whole embrace.
jueves, abril 25, 2013
t. s. eliot. histeria
Histeria
Mientras
ella reía me daba cuenta de que estaba enredándome
en
su risa y era parte de ella, hasta que sus
dientes
fueron solo estrellas imprevistas con talento
para
la formación de una columna. Arrastrado por la respiración entrecortada
inhalaba
en cada momentánea recuperación, me perdía
en
las oscuras cavernas de su cuello, magullado por
la
curvatura de sus músculos ocultos. Un camarero entrado en años
de
manos temblorosas extendía apurado
un
mantel rosa a cuadras sobre la oxidada
mesa
verde de hierro, diciendo: “Si la dama y el
caballero
desean tomar el té en el jardín,
si
la dama y el caballero desean tomar
el
té en el jardín…”. Decidí que si
el
movimiento de sus senos pudiera detenerse, podría
recoger
algunos de los fragmentos de la tarde,
y
concentré mi atención con esmerada
sutileza
a tal fin.
T.S.Eliot, St. Louis, 1888- Londres, 1965
Poema
publicado en la Antología Católica en 1915
Versión©
Silvia Camerotto
imagen de Annick Bouvattier en The Art of Annick Bouvattier
Hysteria
As she laughed I was aware of becoming involved
in her laughter and being part of it, until her
teeth were only accidental stars with a talent
for squad-drill. I was drawn in by short gasps,
inhaled at each momentary recovery, lost finally
in the dark caverns of her throat, bruised by
the ripple of unseen muscles. An
elderly waiter
with trembling hands was hurriedly spreading
a pink and white checked cloth over the rusty
green iron table, saying: "If the lady and
gentleman wish to take their tea in the garden,
if the lady and gentleman wish to take their
tea in the garden ..." I decided that if the
shaking of her breasts could be stopped, some of
the fragments of the afternoon might be collected,
and I concentrated my attention with careful
subtlety to this
end.
miércoles, abril 24, 2013
derek mahon. la fiesta de nieve
La
fiesta de nieve
Cuando Basho llega
A la ciudad de
Nagoya,
Lo invitan a una
fiesta de nieve.
Hay tintineo de
porcelana
Y té en la
porcelana;
Hay
presentaciones.
Entonces todos
Se amontonan en
la ventana
Para ver la
nieve que cae.
La nieve está
cayendo en Nagoya
Y más al sur
Sobre las tejas
de Kioto;
Hacia el este,
más allá de Irago,
Cae
Como hojas en el
mar frío.
En otros lugares
queman
Brujas y herejes
En las plazas hirvientes,
Miles murieron desde
el amanecer
Al servicio
De reyes
bárbaros;
Pero hay
silencio
En las casas de
Nagoya
Y en las colinas
de Ise.
Derek Mahon, Belfast, 1941
De The Snow Party,1975
Versión ©Silvia Camerotto
imagen en Montana Writer de Mark Hinton
The Snow Party
(for Louis Asekoff)
Basho, coming
To the city of Nagoya,
Is asked to a snow party.
There is a tinkling of china
And tea into china;
There are introductions.
Then everyone
Crowds to the window
To watch the falling snow.
Snow is falling on Nagoya
And farther south
On the tiles of Kyoto;
Eastward, beyond Irago,
It is falling
Like leaves on the cold sea.
Elsewhere they are burning
Witches and heretics
In the boiling squares,
Thousands have died since dawn
In the service
Of barbarous kings;
But there is silence
In the houses of Nagoya
And the hills of Ise.
To the city of Nagoya,
Is asked to a snow party.
There is a tinkling of china
And tea into china;
There are introductions.
Then everyone
Crowds to the window
To watch the falling snow.
Snow is falling on Nagoya
And farther south
On the tiles of Kyoto;
Eastward, beyond Irago,
It is falling
Like leaves on the cold sea.
Elsewhere they are burning
Witches and heretics
In the boiling squares,
Thousands have died since dawn
In the service
Of barbarous kings;
But there is silence
In the houses of Nagoya
And the hills of Ise.
martes, abril 23, 2013
marina kohon. atrás el aire escamoso y otros poemas...
***
atrás el aire escamoso
la pisada sobre las migajas
ahora tengo ojos de ángel
de verdugo
puedo mirar el paisaje
como se mira a un lugar ajeno.
***
quizá la intensidad sea
una combustión en la línea del horizonte
en los naranjos que se cruzan como espadas
o simplemente derramarse
hasta las últimas consecuencias
sobre un suelo sediento.
***
Vos y yo: lava y nieve
arrancándonos los centros en las noches
te gané la batalla
saqué de tu silencio
mi nombre.
Marina Kohon, Mar del Plata, 1965
de La Ruta del Marfil, Alción Editora, Córdoba, 2012
imagen de tapa
lunes, abril 22, 2013
elizabeth bishop. casabianca
Casabianca
El amor es el
chico que resistió en la cubierta ardiente
tratando de
recitar “El chico resistía en
la cubierta ardiente”. El amor es el hijo
que resistió
tartamudeando elocuciones
mientras que el
pobre barco se hundía en llamas.
El amor es el
chico obstinado, el barco,
incluso los
marineros nadadores, que
querrían la
tarima de un aula, también,
o una excusa
para quedarse
en cubierta. Y
el amor es el chico en llamas.
Elizabeth Bishop, Worcester, 1911- Boston, 1979
De North & South,
1946
En Elizabeth Bishop, Complete
Poems, Chatto&Windus, London, 2004
Versión © Silvia Camerotto
imagen de Thomas Archer, The Destruction of 'L'Orient' at the Battle of the Nile, en Wikipedia
Casabianca
Love's the boy stood on the burning deck
trying to recite `The boy stood on
the burning deck.' Love's the son
stood stammering elocution
while the poor ship in flames went down.
Love's the obstinate boy, the ship,
even the swimming sailors, who
would like a schoolroom platform, too,
or an excuse to stay
on deck. And love's the burning boy.
trying to recite `The boy stood on
the burning deck.' Love's the son
stood stammering elocution
while the poor ship in flames went down.
Love's the obstinate boy, the ship,
even the swimming sailors, who
would like a schoolroom platform, too,
or an excuse to stay
on deck. And love's the burning boy.
sábado, abril 20, 2013
jorge aulicino. landscape
Landscape
París se ha hundido en el recuerdo de sí misma
y flota casi en el fondo del mar, con su exaltada ruina
y los cielos metódicamente iguales, grises, tras los techos
de pizarra, o el sol sobre el Pont Neuf, paradójicamente el más antiguo
¿Por qué no imaginarse a Stalin, mirando sin ver, sobre el Pont Neuf?
O viendo lo que debía ver, o lo que quiso ver, que era lo que "se debía"...
Esta ciudad es americana; su crepúsculo, copiado de todas las ciudades
norteamericanas, del margen de Brooklyn, como todo lo norteamericano
legítimo. Esta ciudad es americana como todas las grandes ciudades
americanas, como todas las grandes ciudades, como Río, México, Shangai,
pero su crepúsculo es un crepúsculo americano, norte y sudamericano,
de persianas trancadas, pintadas con violentos garabatos, veredas
que resisten mejor rotas, papeles y silencio áspero de un domingo
a la tarde. La luz tiene otro comportamiento sobre los rostros.
Delata el paraíso nunca tenido, el impulso de destruir y alzar,
el impulso del trabajo; una pragmática.
Junto a la pared del convento franciscano, sucia, entre dos
contenedores de basura, una mirada atraviesa todo lo que de
historia, de cuartos y estudios, intelectual rechinar de dientes,
pinceladas, palabras, tiene aquella otra tarde, sumergida.
No atraviesa el Sena la mirada. Atraviesa lo que escasamente
perdura de la Historia en nuestro andar, lo único que nos queda,
pues ropa, mirada, palabras, están teñidas de pragmática,
de presente y no de palabras. Esa mirada entre los contenedores
es puro hoy. Ni Hugo, ni Dickens, ni Hemingway siquiera.
Jorge Aulicino, Buenos Aires, 1949
De No verás aún el fabuloso desierto, inédito
imagen de la editora
Suscribirse a:
Entradas (Atom)