El viejo poeta
Quizá
lo supo alguna vez: adolescente, despertando
a
los tumultos de la melodía;
joven,
luchando con las trampas de la palabra;
maduro,
minado por la decepción y la ironía,
intuyendo
en períodos extremos, la belleza
despojada
de todo, aislada y alta
como
el propio fracaso,
honor
de la poesía.
Lo
supo alguna vez: su destino era un cuarto
encadenado
al triunfo del moho y las arañas,
habitación
de triste hotel, desorden
de
ropas arrojadas, comedero
de
polillas, cárcel perfecta
para
el antiguo lobo de las musas.
Si
hubiera enloquecido, como Hölderlin,
pudo
haber sido su vejez un éxtasis
de
sí mismo,
un
agua musical que completara
el
orden matemático, la poética pura
que
admiró a Valéry.
Pero
la timidez y el orgullo le forjaron
esos
últimos años, sin libros, sin amigos,
mochuelo
que en la nada nocturna acostumbraba
su
andar de desterrado hacia la muerte.
Alguna
vez lo dijo: Yo lo quise,
preparé
mi destino, logré mi libertad,
mi
ironía fue dardo que ahuyentó complacencias,
la
pereza, una herrumbre que detuvo mi obra.
Natural
que el rencor de los otros desdeñara su canto,
el
puñado de versos memorables que hirieron
de
a intervalos sus días.
Y
raro que hoy lo invoque (hoy que empieza a crecer
la
hierba del olvido
sobre
los arrasados paraísos de Orfeo),
porque
también como ellos solo supe ignorarlo
aunque
a veces sus versos volvían a mis noches
repitiendo
su coro de belleza y de sombra
para
escuchar la vida, para encender los sueños
y
el corazón, señor de la miseria.
¡Poesía,
triunfo errátil, no olvides a tus siervos!
Horacio
Armani, Trenel, La Pampa, 1925- Buenos Aires, 2013
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