Un
enemigo del pueblo
after O’Driscoll
Lo que queda, antes que lo que se va.
Disfrutemos la casa a la que no dimos nombre
-no pudimos no supimos no quisimos-pues se trataba solo de arbustos, de ligustrinas,
de los plátanos cuyas raíces rompían las prósperas veredas
de la clase obrera industrial y de la clase media.
El viejo salía sin prestar atención a las plantas, tengo la impresión.
El espacio era estrecho para la contemplación.
Y había tanto espacio, comparado con estos corredores
finiseculares, o al menos de la década de los veinte, treinta,
en los que andás. Caminaba
porque tenía adonde ir: la fábrica, la reunión de la célula.
Las plantas le daban oxígeno sin que lo supiera, pero papá
no aprendió a respirar. "Este hombre respira mal", me dijo el médico
cuando medían precisamente su oxígeno con un broche en el dedo.
El espacio ahora se estrecha, pero aún se agranda en el puente
ferroviario. Y está aquí la casa: viste esos ladrillos junto a la vía
del tren, antes. Esos arbustos que salen de las paredes, de los techos.
Los conservadores, los peronistas luego, llenaron
de asfalto y de veredas las lejanas calles ésas. Borraron lo que
quedaba de la pampa. Fue un suburbio tranquilo, de anchas
veredas y plátanos, el campo donde los inmigrantes levantaron
los palos, los ladrillos, las chapas, las letrinas, los patios.
Papá era de esa transitoria sustancia.
Un hombre entre dos épocas. Y aquí está la casa
que para él era el lugar donde desplegar el periódico,
la nueva era, el libro de Ibsen o de Marx.
Aquí está la casa, diseminada, desubstanciada,
dispersa en vías ferroviarias, en maderas de brutas grietas,
en tirantes, en árboles quietos en el sol del campo y de la industria.
El mismo sol. Las hojas que te evocan los paraísos aventurados
en un suburbio ahora lleno de cortinas metálicas.
Aprendiste a respirar, a caminar.
Lo que queda, antes que lo que se va.
Disfrutemos la casa a la que no dimos nombre
-no pudimos no supimos no quisimos-pues se trataba solo de arbustos, de ligustrinas,
de los plátanos cuyas raíces rompían las prósperas veredas
de la clase obrera industrial y de la clase media.
El viejo salía sin prestar atención a las plantas, tengo la impresión.
El espacio era estrecho para la contemplación.
Y había tanto espacio, comparado con estos corredores
finiseculares, o al menos de la década de los veinte, treinta,
en los que andás. Caminaba
porque tenía adonde ir: la fábrica, la reunión de la célula.
Las plantas le daban oxígeno sin que lo supiera, pero papá
no aprendió a respirar. "Este hombre respira mal", me dijo el médico
cuando medían precisamente su oxígeno con un broche en el dedo.
El espacio ahora se estrecha, pero aún se agranda en el puente
ferroviario. Y está aquí la casa: viste esos ladrillos junto a la vía
del tren, antes. Esos arbustos que salen de las paredes, de los techos.
Los conservadores, los peronistas luego, llenaron
de asfalto y de veredas las lejanas calles ésas. Borraron lo que
quedaba de la pampa. Fue un suburbio tranquilo, de anchas
veredas y plátanos, el campo donde los inmigrantes levantaron
los palos, los ladrillos, las chapas, las letrinas, los patios.
Papá era de esa transitoria sustancia.
Un hombre entre dos épocas. Y aquí está la casa
que para él era el lugar donde desplegar el periódico,
la nueva era, el libro de Ibsen o de Marx.
Aquí está la casa, diseminada, desubstanciada,
dispersa en vías ferroviarias, en maderas de brutas grietas,
en tirantes, en árboles quietos en el sol del campo y de la industria.
El mismo sol. Las hojas que te evocan los paraísos aventurados
en un suburbio ahora lleno de cortinas metálicas.
Aprendiste a respirar, a caminar.
Jorge Aulicino,
Buenos Aires, 1949
inédito
Imagen de Kaveh
H. Steppenwolf©, en Uno de los
nuestros
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