Formas del yo
Probemos vanguardismo, hagamos ensayo
del poema sin perderlo. Reflexión emotiva,
imagen cartesiana, donde la razón se encienda
al par de la razón natural: los cuatro elementos,
casi como filosofía de la composición. Pero ojo,
que no se advierta. Que el buen lector la incluya
en su flujo de ego multiforme: la ficción fija
de este juego que hace el escritor, el que también
se presta a un viaje hacia adentro que es afuera.
Sin lector no hay literatura y menos poesía, dicen,
la alta compañía para algo o alguien que respira
solo, y espera ser comprendido, hasta entender
de una, que vive en algo más que él, que ¡apenas
él!. Que le pulula por dentro, homólogo a lo externo.
Pero del Yo hablo: el tema. Ese equívoco múltiple
e ignorado, como Proteo; o para darle a la mudaza
un símil pop y modernositud: ese alien, ese hulk
o bien, esa cajita ruso-china de vívida mamushka.
A mi ver, y muy en tosca hipótesis, somos reactivos.
Lo que llamamos Yo es sólo un peso del ánimo,
la industriosa fantasía que lame nuestra pena,
hecha de dolor objetivo y la figuración que portan
las palabras, en distancia insalvable con la cosa.
Ahí empieza la tragedia torpe de la incomprensión,
los abismos dispares o blandos que por humor altivo
asimilamos a nuestra valiente comedia de existir.
Digo: ¿si a uno, el otro no le importa?: a qué con uno.
Y empieza la encerrona. El aire es aire, respiración
de la especie, pero en concierto, metáfora introspectiva
de matices que pelean por la nominación, en donde topa
contra patéticos tropiezos. Quién habla a quién, si
“quien” es otro y otro y otro, a veces en mera función
utilitaria, o moralidad grotesca transmitida. Un reactivo,
pero dulce, por la legión de compañeros que lo viven
en el limitado cuerpo que atraviesa la llanura fértil
o seca, donde nieva o llueve parejo al día de su ficción.
Es que somos de cuento, como la tierra que para todo
sirve, para un barrido como para un fregado, muñecos
turbios de un deseo primal, el instinto de base velador
o ansioso para su extensa satisfacción: creerse alguien.
Es que es áspero, en la meseta conquistada de lo “eso”,
saber que nadie nos espera, ni la figura de un yo mismo.
Entonces ya: palabrería al palo, los proyectos, el empaque
de una carne del corazón que hace de sí las poses del actor,
arte exquisito o tan ramplón de cada quien, según le sale.
Y aquí el poeta, y su adorable tinglado de aguas de resurrección.
Si de uno para uno, la congelante pajería de buscar un estilo,
sobrevivir por amaños a una manía, que se impone al pobre lector.
Un nominalismo para señores críticos, que en exclusiva glosan
con la momiosa capa del experto o del especialista (palabra
legañosa si las hay). Si para el otro en vez, eso que claramente
no es uno, el escribidor alcanza otra momia de útil y de dulce,
lo académico del profesor que habla y dice como si supiera,
aunque los calzones los lleve medroso, cagados por igual.
Saquemos la disyunción, la no salida, que nos encanta para
ser los tristes de nosotros mismos. La puerta está cerrada, sí.
Y qué. La mónada respira maquinaria de agitación. Es así,
pero tal un fuego que quema más allá de la experiencia verbal,
una suerte de luz que no es luz, de sonido carente de sonido,
en intuición de lo real que asoma más allá de los que nada
somos y nos constituye. Bien. A mi entender hay que ir ahí,
a esa verdad que está por fuera de nosotros, y reside oblicua
en el don de la palabra general, en construcción colectiva.
Ése es el poema, cuando el lenguaje habla por sí. Y arrastra
siglos de siglos de condición humana junto a civilización
y naturaleza indiferente. Una índole del verbo que se demuestra
muy por debajo del ego propio, tan conmovedor por cierto
porque es de uno, pero siempre fascista de bota y bigotito
pelotudo. No, el poema está en todos. Y hay un cierto deber
de hacerlo para quien lo busque y quiera. Como decía el gran
Martí: “con todos y para el bien de todos”, belleza en este cielo,
con este viento y aire abiertos, y agua y fuegos del planeta.
Javier Adúriz, Buienos Aires, 1948-2011
en Los Nada, Pez Náufrago, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2011