Este río, estas islas
Para "comprender" este paisaje habría que estar muerto...
un poeta español
Mirábamos el río, las islas, este río, estas islas.
Dos o tres notas, sólo, que jugaban apaciblemente
hasta el infinito, sin elevarse mucho,
en el brillo matinal como de rocío persistente.
Una gracia quieta, quieta, de melodía algo aérea,
que se veía morir, sin embargo.
¿Fue eso, amigo, lo que te trajo el pensamiento de la muerte?
¿O esa paz que parecía, aunque suavemente ensimismada,
querer alzar quién sabe qué vuelo en el celeste húmedo
hacia sutiles "ídolos de sol"?
Venías del centro de la gran inquietud y de la lucha.
Venías del dolor y de la angustia por la suerte de los hermanos.
Venías de la vida noblemente quemada por la pureza de la mañana.
Caías también con cada ráfaga que abatía a los héroes como espigas.
¿Había pues, este río y estas islas;
había, pues, este amor lejano, azulado, del cielo y de las islas?
¿Había, pues, este olvido que temblaba en su fragilidad hialina?
¿Estaba, pues, este andante de Mozart
cuando el amor, el nuevo amor, nos llama desde por ahí con el pecho atravesado?
¿Muerto para este amor había que estar
para sentir profundamente ahora el de este cielo y de estas islas?
¿No era la verdadera vida, la mejor vida, ésa
de caminar alegres, a pesar de todo, a través de la noche,
atender en la noche los gritos y los llantos
y las manos que se tienden entre los hierros pálidos,
y preparar el alba y las "mañanas que canten" para todos
sin que nadie deba estar muerto para nada
si de repente el canto, de tan puro, lo pusiera frente al ángel?
¿O es que de veras sólo desde no sabemos qué formas, siempre
más allá de las que llamamos ahora vivas,
podríamos dar en el secreto de estas horas,
que parecen venir de una desconocida gracia
con un sentido que se dijera no es de este mundo,
tal es su transparente inocencia, tal su sueño
espacial de allá lejos en que hay alas tenuísimas
que brillan y se apagan con una melancolía ya celeste?
-Ah, si esta melancolía fuera la de su soledad
y pudiera nuestro sentimiento
hacerles una íntima, una real compañía mientras aquí se posan...
Pero esta lucecita destacada ya no existiría,
y no es ella la que, con todo, única,
más allá de sí misma, es cierto, muy humilde y perdida
en la sombra o en la luz de estas alas que pasan,
puede tocar a veces el temblor de su vuelo o de su efímero reposo?
¿O acaso por estar justamente separada
sólo ella sentiría la unidad de estos momentos como un halo?
Sin embargo, oh mi amigo, cuando dijiste eso,
también imaginé lo que podría ser
ya apagada la débil luz nostálgica.
¿Del aire o de los árboles, de esos árboles de las islas seríamos?
¿O del pasto recorrido de repente por un misterioso escalofrío de flores?
¿Del aire, qué cosa del aire, al fin, seríamos?
¿Un estremecimiento amanecido, como con un oro interior,
entre las ramas todavía dormidas?
¿O una diáfana presencia ubicua de estas islas
palpitando igual que una dicha apenas visible sobre los bañados
y entre los pajonales y los juncos que algún espíritu roza
o mirando celestemente a través de los follajes
la humilde danza que empieza en los caminitos y en las hierbas?
¿Y en la tarde allí, seríamos esa limpidez absorta, algo triste, ¿por qué?
que se afina con un inexplicable desasosiego íntimo
o se ahonda con la queja grave de la paloma?
¿Y por qué fuego, luego, de vagos abanicos, radiados, pasaríamos
a la brisa que muere, ya estelar, sobre los tallos y los cálices
y la fuga imposible, triste, de los senderos?
¿Y en la alta noche ese hálito en que la sombra suspira de improviso
con un anhelo frágil que sólo el cachilito y las hojas entienden?
¿O esa ligera paz de una oscura unidad recuperada?...
Del aire y de los árboles, sí pero una mínima cosa seríamos, quizás.
Una mínima cosa ciega, como en el éxtasis del amor,
si a ese aire y a esos árboles en la llama o el polvo hubiéramos pasado,
o si llegase allí, ¿de dónde? una nada en no sabemos qué vibración.
¿Volverán algunos átomos a los lugares que fueron queridos?
¿Temblarán un minuto, un brevísimo minuto siquiera, sobre ellos o en ellos?
Ah, pero quizás como en el éxtasis del amor o de la música,
perdidos en la eterna corriente, una, que hace y deshace espumas,
estas espumas, ay, tan perfectas en su infinita gracia anónima
que desde aquí nos turba con un sentido que quisiera aparecer sobre su extraño sueño,
mientras por otro lado o de nuestra misma sangre dolorida, manos, manos nos llaman...
Juan L. Ortiz, Puerto Ruíz, 1896 - Paraná, 1978
de El aire conmovido, 1949
en Juan L. Ortiz, Obra completa, segunda edición, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2005
imagen de Jerry Uelsmann©, Untitled, 1996, en Uno de los nuestros
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