Detrás de aquella puerta
En algún lugar del gran muro inconcluso está la
puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en
el revés de todo tu destino.
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso
lo imposible.
Acaso ahora cruja con una melodía incomparable
contra el oído de tu ayer,
acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por
las cenizas del adiós,
acaso cada noche esté a punto de abrirse en la
pared final del mismo sueño
y midas su poder contra tus ligaduras como un
desdichado Ulises.
Es tan sólo un engaño,
una fabulación del viento entre los intersticios de
una historia baldía
refracciones falaces que surgen del olvido cuando
lo roza la nostalgia.
Esa puerta no se abre hacia ningún retorno;
no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo
de la ausencia.
No regreses entonces como quien al final de un
viaje erróneo
-cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el
mundo-
descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó
por un nombre confuso la consigna.
¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un
ajedrez,
la relación secreta de las piezas que trazaron el
mapa de toda la partida?
No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras
arrasadas,
con tu cofre de brasas convertidas en piedras de
expiación;
no transformes tus otros precarios paraísos en
páramos y exilios,
porque también, también serán un día el muro y la
añoranza.
Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta.
Si consigues pasar,
encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que
elegiste.
***
Rara
sustancia
Mi
especie no es del agua ni del fuego, ni del aire o la tierra, solamente,
sino cuando me fijan a los muestrarios que yo sé con herrumbrados alfileres.
Pero desde mi lado y a deshoras
y en esos días en que se levanta la tapa del momento y se distingue el fondo,
si me arrancan mi capa de espesor y me dejan a oscuras sin el amparo de mi
nombre,
verán que pertenezco a esa extraña familia de las metamorfosis transparentes,
a ese orden inconcluso que se fija a un color como a la sal del mundo
o que toma la forma de aquello que contiene,
así sea una llave, así sea una ausencia.
Basta que una palabra me atraviese de pronto lado a lado,
sobre todo si es siempre, sobre todo si es nunca, o acaso, o demasiado,
para que quede impresa como una quemadura hasta el subsuelo de mi anatomía.
Porque así es mi sustancia: un animal oculto en la espesura,
incorporando huellas, humaredas y soles a la hierba que pasa entre sus dientes.
Yo devoro el paisaje, cada trozo de eternidad instantánea, con mi propio alimento.
He copiado visiones que me son más cercanas que mis ojos,
imágenes ardientes como incrustaciones de vidrio en una llaga.
Y no es por atesorar oscuros esplendores de mendiga tras avaros recuentos.
Es por las comuniones del contagio,
por vocación de apego y de caricia aun frente a un adiós, a un adiós imposible,
que me dejo invadir por cosas tan remotas como un país en el que nunca estuve,
que según se me mire soy un tatuaje al rojo,
un farol oscilando en un andén donde se queda envuelto por la niebla mi
destino,
una puerta entreabierta por la que se cuela una ráfaga fría que me convierte en
soplo,
casi en nadie.
Pero jamás consigo estar completa; no logro aparecer de cuerpo entero.
¿Y en qué consistirá esta naturaleza inacabada
que vira sin cesar hacia otros brillos, otras fronteras y otras permanencias?
¿Cuál podrá ser mi reino en esta mezcla, bajo esta propensión inagotable
que abarca mucho más que las malezas, los plumajes cambiantes y las piedras?
Tal vez el reino de la unidad perdida entre unas sombras,
el reino que me absorbe desde la nostalgia primera y el último suspiro.
Olga Orozco, Toay, La Pampa, 1920- Buenos Aires,
1999
de La noche a
la deriva, 1984