Nocturno
Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado
como después de luchar hasta el olvido con los
ciempiés del
humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían y si esperaban verme.
En el diario tirado sobre la cama dice encuentros
diplomáticos,
una sangría exploratoria, lo batió alegremente en
cuatro
sets.
Un bosque altísimo rodea esta casa en el centro de
la ciudad,
yo sé, siento que un ciego está muriéndose en las
cercanías.
Mi mujer sube y baja una pequeña escalera
como un capitán de navío que desconfía de las
estrellas.
Hay una taza de leche, papeles, las once de la
noche.
Afuera parece como si multitudes de caballos se
acercaran
a la ventana que tengo en mi espalda.
***
El
breve amor
Con qué tersa dulzura
me levanta del lecho en que soñaba
profundas plantaciones perfumadas,
me pasea los dedos por la piel y me dibuja
en el espacio, en vilo, hasta que el beso
se posa curvo y recurrente
para que a fuego lento empiece
la danza cadenciosa de la hoguera
tejiéndonos en ráfagas, en hélices,
ir y venir de un huracán de humo
(¿Por qué, después,
lo que queda de mí
es sólo un anegarse entre cenizas
sin un adiós, sin nada más que el gesto
de liberar las manos?)
***
Distribución
del tiempo
Cada vez somos más los que creemos menos
en tantas cosas que llenaron nuestras vidas,
los más altos, indiscutibles valores vía Platón o
Goethe,
el verbo, su paloma sobre el arca de la historia,
la pervivencia de la obra, la filiación y la
heredad.
No por eso caemos con el celo del neófito
en esa ciencia que ya pone sus robots en la luna;
en verdad, en verdad, nos es bastante indiferente,
y si el doctor Barnard transplanta un corazón
preferiríamos mil veces que la felicidad de cada
cual
fuese el exacto, necesario reflejo de la vida
hasta que el corazón insustituible dijera dulcemente
basta.
Cada vez somos más los que creemos menos
en la utilización del humanismo
para el nirvana estereofónico
de mandarines y de estetas.
Sin que eso signifique
que cuando hay un momento de respiro
no leamos a Rilke, a Verlaine o a Platón,
o escuchemos los claros clarines,
o miremos los trémulos ángeles
del Angélico.
Julio
Cortázar, Bruselas, 1914- París, 1984
en Salvo el crepúsculo, Suma de letras, Buenos Aires, 2004
en Salvo el crepúsculo, Suma de letras, Buenos Aires, 2004
imagen de Fra Angelico, La Anunciación
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