Cuarta Elegía
Oh árboles de la vida,
¿cuándo será el invierno?
Los hombres nunca vamos al unísono
como las aves migratorias.
Tarde o temprano, de súbito
nos imponemos a los vientos,
para luego caer en la indiferencia de un estanque.
En nuestra conciencia conviven
el florecer y el marchitarse.
Y hay leones todavía
que toda suerte de imponencia ignoran
mientras en ellos perdura el esplendor.
Pero nosotros, al sopesar lo uno de algo,
sentimos ya el despliegue de lo otro.
Lo que es hostil está más próximo
que los demás. A cada instante,
los amantes chocan en sus límites, el uno
contra el otro; ellos, que se habían prometido
pertenencia, fuerza y espacio.
Así como para hacer evidente
lo fugaz de una imagen,
se nos prepara un fondo de contraste,
se nos ofrece precisa claridad.
Pero no conocemos el contorno
de nuestra sensación; sólo la forma
que lo hace presente.
¿Quién no estuvo nunca con angustia
sentado ante el telón del propio corazón?
Aquél se descorrió, develando el decorado
para una despedida.
Fácil fue comprender. El jardín
conocido y la apacible
oscilación. Y en primer plano aparece
el bailarín. No es él. Con eso basta. Y aunque actúe
con sueltos ademanes, lleva disfraz;
es un burgués que entra a su casa por la cocina.
No quiero esas máscaras a medias. Prefiero
las muñecas; por lo menos están llenas.
Voy a soportar al títere con su alambre
y su apariencia de rostro.
Aquí. Estoy delante. Y aunque las lámparas
al final se apaguen, aunque se me diga: 'No hay
nada más', aunque desde el escenario
llegue el vacío del recinto con su ráfaga
de aire gris, y aunque ninguno
de mis antepasados silenciosos me acompañe,
ninguna mujer, ni siquiera el muchacho
cuyos ojos pardos se hacen turbios...
con todo he de quedarme. Siempre hay algo
para ver.
¿Acaso no tengo razón? Padre mío, que por mí
conociste la amargura, al probar la mía;
que, mientras crecía, bebiste una y otra vez
las primeras y ya borrosas infusiones de mi misión,
y preocupado por el resabio de un sino
tan extraño, pusiste a prueba mi mirada
aún velada; que, a pesar de muerto,
te amedrenta la esperanza en mí,
y que por mi destino abandonas la calma
de los muertos, el reino de la serenidad,
¿no me darás la razón? ¿No tengo razón?
Tú me amabas por el pequeño avance
de amor que te brindaba, aunque siempre
volvía a apartarme, porque ese espacio
en tu rostro, al que amaba, se hacía el Espacio
donde tú dejabas de ser. Me he de quedar
frente al teatro de títeres, convertido de lleno
en esta mirada, para que aparezca un ángel
que al transformarse en actor reestablezca
el equilibrio en la escena de juguete.
Ángel y muñeco: por fin hay espectáculo.
Entonces se reconcilia lo que por estar en el mundo
no cesamos de desunir. Sólo entonces
de nuestras estaciones nace el ciclo
de la total transformación. Por encima
nuestro juega el ángel. Los moribundos
sospechan el pretexto en todo
cuanto aquí realizamos. Nada es apenas en sí.
Oh las horas abiertas de la infancia,
cuando detrás de las figuras había algo más
que pasado y no cernía el futuro
porvenir. Crecíamos urgidos, es cierto, por ser
grandes, en parte por amor hacia aquellos
que lo eran y ya no podían sino serlo.
En el camino solitario, sin embargo,
nos henchía el gozo de lo que dura
y en ese intervalo entre el mundo y el juguete
permanecíamos, en un lugar que fue desde el comienzo
para un suceso puro concertado.
¿Quién mostrará a un a niño tal cual es? ¿Quién
lo situará en la constelación y dará la medida
de la distancia en su mano? ¿Quién dará
la muerte al niño con ese pan gris
que se endurece, o le dejará en la boca
redonda algo como el centro
de una hermosa fruta? ... Fácil es develar
el designio de los asesinos. Pero eso: contener
la muerte, la entera muerte, desde antes
que la vida comience con tanta dulzura
a contenerla, y no ser malo, eso
es infefable.
Rainer Maria Rilke, Praga, 1875 – Suiza, 1926
De Las Elegías de Duino, Editorial Leviatan, Buenos Aires, 1997
Versión de Ferenc Ovary
imagen de Mateo Santamarta
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