Caballo pálido
Y he aquí un caballo pálido y el que lo monta
tiene por nombre Muerte
Apocalipsis, VI, 8
I
La calle estaba – como tormenta. La turba pasaba
como si los persiguiera el irreversible Hado.
Marchaban los ómnibus, carruajes y automóviles,
era inagotable el correr furioso de la gente.
Letreros, torciéndose, brillaban con ojos cambiantes,
desde el cielo, de la terrible altura de treinta pisos;
en altivo himno se mezclaban con el estruendo de ruedas y galopes,
gritos de periodiqueros y chasquidos de látigos.
Vertían luz implacable lunas encadenadas,
lunas, creadas por los amos de la naturaleza.
en esta luz, este zumbido – eran jóvenes las almas,
almas de los embriagados, seres bebidos de ciudad.
II
Y de súbito – en esta tormenta, en este susurro infernal,
en este delirio encarnado en formas terrenales,
irrumpió, perforó un ajeno, discordante tremor,
matando el rumor, la conversación, el fragor de las carretas.
Se mostró en una curva un ígneo jinete,
el caballo volaba con estrépito y había en sus ojos fuego.
En el aire aún trepidaban – los ecos, los gritos,
pero hubo un instante – la emoción, las miradas- ¡el terror!
Había en las manos del jinete un largo pergamino
letras de fuego anunciaban su nombre: Muerte…
En vivas franjas, como hebras sueltas de hilo,
en alto sobre la calle de súbito ardía el firmamento.
III
Y en un gran terror, cubriéndose los rostros, - la gente
exclamando sin sentido: “¡Pena! ¡Con nosotros está Dios!”,
caídos al pavimento, batiéndose en una gran pila…
las bestias escondían los hocicos, en el caos, entre las patas.
Sólo una mujer, que llegó para la venta
de su belleza, - se lanzó en éxtasis al caballo,
llorando besaba los cascos del corcel,
las manos alzaba al día de fuego ondeante.
Y aún un loco, prófugo del sanatorio,
apareció, desgarrado, con un grito estridente
“¡Señores! ¿No reconocen la mano del Creador?
¡Morirá un cuarto de ustedes – de peste, hambre y acero!”
IV
El éxtasis y el horror prolongaron – un corto instante.
Tras un momento, en la multitud, agitado no había nadie:
venía de calles cercanas un nuevo movimiento,
era todo brillantemente inundado por la luz habitual.
Y nadie podía responder, en la tormenta tan ruidosa,
si fue una visión desde lo alto o un sueño vacío
sólo la mujer de vida alegre y el loco
tendían sus manos a la desaparecida fantasía.
Pero a ellos también las olas de gente borraron
como palabras innecesarias de un renglón olvidado.
Marchaban los ómnibus, carruajes y automóviles,
era inagotable el correr furioso de la gente.
(1903)
Valeri Briúsov, Moscú, 1873-1924
Traducción de Diego Ibáñez
En Periódico de Poesía
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