La novia de Corinto
Provenía de Atenas un
joven
que llegó a Corinto,
donde nadie lo conocía.
Él contaba con la
amable recepción de uno de sus habitantes:
sus padres estaban
unidos por la hospitalidad,
y habían convenido,
mucho tiempo atrás,
el matrimonio de una y
otro:
su hija y su hijo.
Pero, ¿sería bienvenido
aún
si no compra con cariño
este favor?
Él es todavía pagano,
como los suyos;
pero ellos ya son cristianos
y se han bautizado.
Cuando nace una nueva
fe,
el amor y la fe jurada,
frecuentemente,
se destruyen como una
mala yerba.
Ya la casa entera
reposa;
padre e hijas; sólo la
vigilia es de la madre;
que recibe con
diligencia al huésped:
de inmediato lo conduce
a la habitación más bella.
Previniendo sus deseos
,
le presenta los vinos y
manjares más preciados.
Tras atenderlo, ella le
desea una buena noche.
Pese al buen alimento
servido,
él no siente deseo
alguno de comer;
la fatiga lo hace
rechazar manjares y bebida.
Y, vestido, se recuesta
en el lecho.
Casi está dormido
cuando un huésped
extraño
se introduce en la
recámara
por la puerta abierta.
Al resplandor de la
lámpara ve avanzar
por el cuarto a una
joven silenciosa y púdica,
cubierta de un velo y
un vestido blancos;
una lazo negro y oro
ciñe la frente.
Cuando ella lo percibe
se azora y estremece
y alza blanca su mano.
“Soy, entonces —clama
ella—, tan extraña en mi propia casa
que para nada me avisan
la presencia de un huésped?
Es así, ay, que se me
tiene encerrada en mi celdilla,
y que mientras, aquí,
se me cubre de vergüenza.
Pero sigue reposando en
tu lecho,
me alejaré con la
rapidez con que vine”
“Quédate, bella joven”,
grita él
levantándose con
precipitación.
“He aquí los dones de
Ceres, he aquí los de Baco,
y he aquí, querida
niña, que tu traes el amor.
¡Estás pálida de miedo!
Ven, querida, joven,
ven
y gustaremos juntos los
goces divinos”
“Quédate lejos de mí,
buen hombre, deténte.
Yo no estoy consagrada
a la alegría.
El último paso, ay, fue
dado
por mi querida madre:
vencida por la enfermedad,
ella hizo al mejorar el
juramento
de que mi juventud y mi
cuerpo
serían ofrecidos, de
inmediato, al servicio del cielo.
“Y apenas el brillante
cortejo de los antiguos dioses
partió la casa quedó en
silencio.
Ya no se adora más que
a un solo Dios
invisible en el cielo,
Salvador sobre la cruz;
a quien nadie aquí le
ofrece en sacrificio
toros o corderos
sino víctimas humanas
en cantidad infinita.”
Y él le pregunta y
reflexiona todas sus palabras;
ninguna escapa a su
espíritu.
“¿Será posible que en
esta callada habitación
frente a mí esté mi
novia bien amada?
¡Sé mía entonces !
Los juramentos de
nuestros padres
nos valieron ya la
bendición del Cielo.”
“No soy yo quien te
está destinada, buen hombre;
se reservó para ti a mi
más joven hermana.
Cuando en mi celdilla
silenciosa sea librada a mis tormentos,
en sus brazos, piensa
en mí;
en mí que no pienso
sino en ti,
que me consumo de amor
y que, pronto, me iré a
esconder bajo la tierra.”
“No, lo juro por esta
flama
que desde ahora Himeneo
hace por nosotros brillar:
tú no estás perdida, ni
para mí ni para el placer,
y tú me acompañarás a
la casa de mi padre:
bien amada, quédate
aquí;
celebra conmigo, en este
mismo instante,
aunque inesperado,
nuestro festín nupcial!”
Entonces intercambiaron
ellos los gajes de la fidelidad:
ella le tiende una
cadena de oro
y el desea ofrecerle
una copa
de plata de arte
incomparable
“¡Esta copa no es para
mí;
pero te pido
me regales un rizo de
tus cabellos!”
En ese momento suena la
hora lúgubre de los espíritus,
y entonces, solamente,
la joven parece sentirse a gusto.
Ávidamente, de sus
labios pálidos, ella bebió
el vino de un rojo
sombrío como la sangre.
Pero del pan de trigo
que él le ofreció
amablemente,
no tomó la menor
migaja.
Y ella tiende la copa
al joven,
quien, como ella, la
vacía de un solo trago, golosamente.
Y durante esa comida
silenciosa, él le solicita su amor.
Su pobre corazón, ay,
estaba enfermo de amor.
Pero ella se resiste
a toda súplica
hasta que él se echa a
llorar en la cama.
Y viene ella y se
tiende cerca de él.
“¡Ay, cómo sufro de ver
tu tormento.
Pero, ay, si tocas mis
miembros
sentirás estremecido lo
que te escondí:
blanca como la nieve
pero fría como el hielo
es la amante que tu has
escogido!”
Él la toma con ardor en
sus vigorosos brazos,
llevado por la fuerza
de su joven amor.
“Espera entonces
recalentarte más cerca de mí todavía,
aunque sea la tumba
quien te haya enviado hacia mí.
Mezclemos nuestros
alientos, intercambiemos nuestros besos,
que nuestro amor se
desborde!
¿No te inflamas al
sentir la llama que me devora?”
Más fuerte aún los unió
el amor:
las lágrimas se
mezclaron a sus arrebatos.
Con avidez ella aspira
el fuego de sus labios,
y ninguno se siente
vivir si no es en el otro.
Con la furia amorosa
del joven
la sangre congelada de
la muchacha se recalienta;
pero en su pecho el
corazón sigue inmóvil.
Mientras tanto la
madre, retrasada por los cuidados del aseo,
pasa aún con suave marcha
por el corredor frente al cuarto.
Escucha tras la puerta,
oyó largo tiempo
esos sonidos extraños:
voces voluptuosas y
lamentos
de un novio y de su
prometida,
balbuceantes insensatos
del amor.
Ella permanece de pie,
inmóvil, frente a la puerta,
porque ante todo desea
convencerse plenamente:
escucha colérica los
juramentos de amor más solemnes,
las palabras de amor y
de promesa:
“¡Silencio, el gallo
despierta!”
“—Pero la noche que
viene
¿vendrás de nuevo?” Y
besos sobre besos.
La madre no puede
contener más tiempo su indignación,
abre con rapidez la
bien sabida cerradura.
“¿En esta casa hay
entonces hijas perdidas,
capaces de entregarse
así de pronto al extraño?”
Abre la puerta, entra.
y a la luz de la
lámpara
distingue, oh Cielos, a
su propia hija.
Y el joven, en el
primer momento de terror,
quiere cubrir con su
velo a la muchacha,
esconder bajo el tapiz
a la bien amada.
Pero ella se defiende y
libera con prontitud
como con la fuerza de
un espíritu
su alta estatura
se yergue lentamente
sobre el lecho.
Madre, madre”, dice con
una voz sepulcral,
“¿me reprocha,
entonces, esta noche tan bella?
Me expulsa usted de
esta cama cálida?
¿Sólo desperté para
entregarme a la desesperación?
¿Ya no le satisface
en buena hora haberme
amortajado en un sudario
y depositado en la
tumba?
“Pero una ley que me es
propia me impulsa
fuera de la fosa
estrecha al duro manto de la tierra.
Los cantos salmodiados
por tus sacerdotes
y su bendición no
tienen efecto alguno.
El agua y la sal son
incapaces
de extinguir los
ardores juveniles
y, ay, la tierra no
enfría el amor.
“Este joven me fue
prometido,
cuando en pie estaba
todavía el templo de la amable Venus,
Madre, y usted faltó a
su promesa
ligándose por un
juramento bárbaro y sin valor.
Porque ningún Dios
acogerá
a una madre que jura
rehusar la mano de su
hija.
Una fuerza me arroja
fuera de la fosa
para buscar todavía los
bienes de los que me despojaron,
para amar aún al esposo
ya perdido
y para aspirar la
sangre de su corazón.
Y cuando éste muera,
me pondré en busca de
otros
y mis jóvenes amantes
serán víctimas de mi deseo furioso.
“Bello joven, tus días
están contados.
Morirás de languidez,
en este sitio.
Te regalé mi collar,
yo me llevo el rizo de
tus cabellos.
Míralo bien:
mañana tus cabellos
estarán grises;
solamente en la tumba
renegrecerán.
“Escuche, ahora, madre,
mi última plegaria:
Haga levantar una
hoguera,
abra la estrecha tumba
donde me ahogo,
y dé reposo a los
amantes entregándolos al fuego.
Cuando la chispa salte,
cuando ardan las
cenizas,
nos elevaremos hacia
los antiguos dioses.
Johann Wolfgang von
Goethe, Frankfurt, 1749-Weimar, 1832
Original: Die Braut Von Korinth de Goethe
imagen de Edvard Munch, Vampire